La inhibición (anti) comunista
Probablemente los venezolanos no deseamos debatir a fondo sobre el (anti) comunismo. Quizá requiere de importantes esfuerzos para el liderazgo actual: por ejemplo, adecuar el lenguaje en torno a una materia equívoca, difícil y compleja, la cual amerita de algunas horas de estudio.
A lo mejor preferimos, del lado opositor, las simplificaciones mediáticas que invitan a un esfuerzo más de pasarela en lo político que el de una exacta correspondencia con las circunstancias históricas que padecemos; o, del lado oficialista, las no menos mediáticas de lo que es el disfrute de los privilegios del poder, pretendiendo ahuyentar con gestos tremendistas las posibilidades de una catástrofe terminal. Quién sabe si algún día la discusión pueda horadar la dura capa de nuestras comodidades, apartando el lodo de la trivialidad.
El comunismo es la única opción que puede garantizarle una prolongada estancia en el avión presidencial al teniente-coronel/presidente, pues, a todas luces, Miraflores parece una posada momentánea en su febril itinerario por el mundo -sempre desconocido- de sus efectivos y potenciales aliados. No se trata de la versión china o vietnamita que busca o intenta buscar la prosperidad negada por un estatismo enfermizo, dejando como saldo una dictadura en nombre y en representación de un proletariado tan mudo como imaginario. Menos de la que asomó el marxismo europeo al reaccionar frente al triunfo bolchevique, según lo relacionó François Furet en «El pasado de una ilusión» (1995), y cuyas consecuencias un buen día ventiló -fuera de toda sospecha- Moisés Moleiro en «El ocaso de una esperanza» (1999). Bien se trata del modelo comunista que priva en Cuba, ya estratégicamente familiar, incluido el afecto melodramático dispensado constantemente in situ por el que -no por casualidad- celebra que lo llamen y sea el comandante por excelencia en Venezuela. Por cierto, el modelo que empujó a las jóvenes generaciones de los sesenta al sacrificio insurreccional, sin que algunos de sus contingentes supieran jamás de la crisis clarificadora que -desde el mismo marxismo- protagonizaran muchos de los que hoy rechazan la naturaleza y características del régimen prevaleciente en Venezuela.
El bolivarianismo en boga, cultivado tan simple y grotescamente por quienes no temen a la ridícula improvisación, ha servido de señuelo tanto para ocultar el propósito más consistente y decidido de la dirigencia gubernamental ante sus más ingenuos seguidores, como para facilitar una intención que -ésta vez- se detiene en la consigna de una revolución antiimperialista y antilatifundista, a la espera de la revisión de una constitución pretextada por la reelección indefinida del comandante (disculpen las minúsculas). Excepto los escarceos de la lucha de clases caricaturizada por uno de los alcaldes de Caracas (de lema inconfundible: «Con Chávez, un mismo gobierno»), al afectar un campo de golf, prosigue el curso de la epopeya de un socialismo que, bajo el remoquete nada ingenioso de la centuria, ha cohibido a casi todos los sectores de oposición, cuya única lectura se remite a la de los sondeos de opinión como si viviésemos enteramente una competencia democrática.
Siendo justos, la inhibición opositora guarda correspondencia con la oficialista.
En una acera, la exaltación anticomunista puede aparentar o convertirse en una indeseable cruzada reaccionaria: desde nuestra modesta militancia juvenil, lidiamos con el problema frente a los diferentes marxismos que luchaban y habitaban en liceos y universidades en las décadas anteriores, a pesar de exhibir banderas como la de una sociedad comunitaria, rechazando a quienes hacían del anticomunismo un fin en sí mismo, por lo que a la democracia cristiana respecta. En la otra acera, temerosos de reactivar la memoria colectiva con el desastre de los sesenta (y agreguemos: el imprevisible que hubiera ocasionado la victoria de una de las tantas tendencias insurgentes), cautelosamente administran el lenguaje para la audiencia y los intereses para las facciones ilusoriamente más radicales que puedan poner en peligro la comandancia del comandante, necesaria redundancia que revela la poca importancia que tienen discusiones sobre la estructura, la superestructura, el modo y las relaciones de producción, entre otras categorías que no se compadecen con la terminología pretoriana, la única visada para tender los puentes de comunicación partidista.
Y, en definitiva, en ambas aceras, la ausencia de una polémica sobre el proyecto deseado de sociedad y el modelo de desarrollo tiene por principal ventaja el galopante analfabetismo de un liderazgo sorprendido de encontrarse unos dentro y otros fuera del poder.
Es necesario reconocer que tendemos a inhibirnos bajo la acusación de anticomunistas que podrían propinar nuestros adversarios, generando un injustificado sentimiento de culpa cuando precisamente deseamos realizar un orden social justo y libre. Y es que, como si monopolizaran absolutamente toda la verdad, dirán colocarnos al lado de la opresión, de la injusticia social, del irrespeto sistemático a los derechos humanos, del abominable racismo y de todo cuanto haya creado las condiciones que hicieron posible el exabrupto de un régimen como el que conocemos en Venezuela. A guisa de ilustración, Simón Sáez Mérida en su «La cara oculta de Rómulo Betancourt» (1997), errada obra que no merma el respeto que sentimos por el testimonio de vida del autor, caracterizaba al anticomunismo como una fauna rabiosa, energúmena, esquizofrénica, elemental, feroz, estridente, excesiva, desesperada, admitiendo solamente grados de moderación. Por fortuna, un respetado historiador como Luis Cipriano Rodríguez con su «El anticomunismo en Venezuela, una historia de medio siglo» (1989), encontró diferentes expresiones que no lo convierten automáticamente en una manifestación ominosa, aunque por 1988 no asumió cabalmente los resultados electorales, indicando: el país temeroso, pasivo y conformista se hizo parte de un «anticomunismo amplio» (Tribuna Popular, 16 al 22/12/88), como si los anhelos populares a la justicia y a la libertad fuesen materia exclusiva de organizaciones como el PCV.
El desarrollo opositor de una política de modelaje y pasarela, fundada en el vedettismo, huérfana de una conciencia histórica, es la que profundiza en una inhibición criminal. Entendemos que el mayor de los peligros radica en hacer caso del maniqueísmo oficialista y, equipados con toda suerte de prejuicios, la simplificación pudiera dar ocasión a conflictos de mayor gravedad. No obstante, la adecuación del lenguaje ha de depender de la actualización del pensamiento, de la visión y de la práctica política.