Homenaje al natalicio de Juan Félix Sánchez: El Mago de la Niebla
Fragmento de la novela “El Mago de la Niebla”, escrita por Eduardo Planchart Licea inspirada en la vida y obra de Juan Félix Sánchez. Artista paradigmático de Latinoamérica. Premio de la Cultura Popular Aquiles Nazoa 1987, y Premio Nacional de Artes Plásticas 1989. Nacido el 16 de mayo en San Rafael de Mucuchíes..
Cap. III
“…La gente de los alrededores no podía comprender cómo Juan, hijo de un padre tan severo y de una devota madre, tenía una vida tan desenfrenada. La razón era simple: a Juan le gustaba bailar y chancearse con quien se topara. A las primeras fiestas a las que asistió fue acompañado de Benigno, pues su padre era buen violinista y por esto era invitado a todos los bailes de la zona; en ocasiones, hasta llegaron a cantar juntos, pero la voz recia y profunda de Benigno opacaba a la de su hijo. El padre intentó enseñar al hijo a tocar el violín pero, por más paciencia que tuvo, más pudo la falta de oído musical de su hijo que su tesón por enseñarlo. Juan, como revancha por no poder aprender a tocarlo, se convirtió en un buen hacedor de violines. En Apartaderos, cerca de la bomba de gasolina, sobreviven algunos de los violines hechos por él para sus amigos.
El bailar, cantar y crear aligeraban su vida, lo encerraban en su propio mundo y le hacían olvidar la extraña visión que vio en el cuarto de su madre. Sólo podía huir de ella a ratos y en sueños continuamente recreaba esa imagen. En uno de los sueños más inquietantes que tuvo, la Virgen se le mostró en el filo de una montaña abierta al infinito, le pedía que le hiciera una capilla en ese sitio. Se sentía acosado por esos sueños en su vida diaria, hasta el punto de ponerlo de mal humor. Cuando esto ocurría, luchaba con esos ecos nocturnos en voz alta; cuando Benigno notaba a su hijo dominado por esas rarezas, lo volvía a la realidad con su recia voz:
—Bueno Juan, ¡hasta cuándo vas a estar hablando con las sombras! Los peones te están esperando desde hace tiempo; lo que te pasa es que eres un ocioso pensador —Benigno sospechaba lo que ocurría a su hijo. Estaba huyendo de su destino y se negaba a encontrar su vocación, por rebeldía. Eso lo sabía su maestro Ramón Zapata desde que lo vio por vez primera. En los ratos libres, en lugar de comer la arepa recién hecha con guarapo, salía con un grupo de compañeros al patio a hacer juguetes con los que se divertían durante horas, olvidándose a veces de la clase y de su maestro.
Entre sus compañeros de clase apreciaba mucho a Lino, hijo de Isidro Pérez y Antonia Rivas. La madre de Lino se hizo célebre en San Rafael del Páramo por el ingenio usado para que Isidro y sus hijos le cortaran leña o la ayudaran en los quehaceres de las casa. Así, cuando Antonia veía que no amanecía la leña en su sitio hacía las arepas y la bebida y, al estar todo listo, les gritaba:
—Vengan a desayunarse.
—Vamos muchachos —respondía Isidro— a comer.
Para su sorpresa, al llegar a la mesa, encontraban todo sin terminar, la arepa de trigo cruda y el guarapo en panela frío. Ante esto, sólo le quedaba a Isidro y sus hijos pararse en silencio de la mesa a enjalmar las bestias y traer leña para el fogón.
Con Lino y Ramón Malpica hizo Juan, entre juegos, sus primeras creaciones; con admiración veía su maestro la pasión que los dominaba, se daba cuenta de que esas labores eran tan importantes como las clases, por eso los dejaba aprender jugando. Cuando no podía retrasar más el inicio de las clases, veía en el rostro del niño Sánchez una profunda incomodidad por separarse de sus ingeniosos juguetes. Entre ellos, destacaba una serie de molinos movidos por el agua del riachuelo que cruzaba el patio de la escuela, hechos de ramas, troncos y pabilo. Algunos fueron un fracaso, ni siquiera lograban mover las ruedas con las paletas que deberían girar con la caída de agua, pero con empeño logró perfeccionar los molinos. La perseverancia fue uno de los rasgos de Juan a lo largo de toda su vida. Don Ramón llegó a admirar al inquieto niño por el tesón que ponía cuando se proponía hacer algo; no existían obstáculos que lo descorazonaran.
En la escuela habían sido tantos los fracasos construyendo molinos que nadie les prestaba atención. Hasta que un día, durante el receso, don Ramón oyó los gritos de alegría de los muchachos y entre la algarabía sobresalía la voz de Juan que gritaba: ¡Miren cómo se mueve el molino! Al oírlo, el maestro abandonó las cuartillas de los exámenes que corregía y fue a ver emocionado lo que ocurría; era tan rutinaria la enseñanza que cualquier hecho fuera de lo normal se transformaba en un acontecimiento. Al llegar al lugar del tumulto se sorprendió por el ingenio de su alumno, que había construido un pequeño molino de agua para moler granos. Llamó la atención de don Ramón los materiales usados para su construcción: parecía un rompecabezas integrado por troncos que ensamblaban sus formas a presión, sin clavos ni amarres. Los mecanismos, además de ser curiosos, ocultaban entre sus asperezas una belleza salvaje.
Mucho le dolió al maestro la decisión de Benigno de llevarse a Juan de la escuela. Como siempre, Benigno no quiso escuchar razones fuera de las que él había juzgado convenientes. Para el niño Sánchez, ése había sido un episodio tormentoso de su vida, pues sus sentimientos hacia la escuela eran encontrados. Por un lado, le agradaban los recreos y los juegos con que se divertía hasta oír la fatal campana. Señalaba cada día la vuelta a clases pero, por otro lado, le fastidiaba la rutina escolar, donde había que memorizar hasta el color de pelo de Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno junto a sus historias; como la que decía que el joven conquistador, cubierto por una manta púrpura amarrada por una abeja de oro, no supo qué hacer ante Diógenes al encontrarlo desnudo, cubierto por costras de suciedad, sentado frente a él, mientras sostenía una lámpara de aceite prendida en pleno día; a su espalda estaba el maloliente tonel de vino en que vivía. El hijo de Felipe II de Macedonia y Olimpia, discípulo de Aristóteles desde los 13 años, había oído de la negativa de Diógenes a regirse por las costumbres de la sociedad griega, negándolas en cada una de sus palabras y actos. Decía que la humanidad se había olvidado de vivir según la naturaleza y, por eso, no había hombres amantes de la verdad en la Magna Grecia. Pasaba días recorriendo polvorientas calles, con su lámpara encendida en una mano y en otra su bastón seguido de un perro, mientras buscaba hombres íntegros; al acercársele algunos desprevenidos les caía a bastonazos, gritándoles que había llamado a hombres y no a mojones caminantes y, ante tales desplantes, Aristóteles le puso el apodo de Sócrates rabioso, porque se comportaba como un perro al criticar sus silogismos entre carcajadas.
Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno, estuvo a punto de pisotear a Diógenes de Sínope, mientras el conquistador lo observaba en silencio, hasta que el viejo se molestó porque le tapaba el sol con que se desentumecía sus articulaciones tras una fría noche. Furioso, le dijo:
—Tú y ese caballo blanco, ¿qué se han creído para envolverme entre sombras y frío?
Al oír aquellos gritos la cabalgadura de Alejandro se encabritó; con dificultad logró dominarlo, pero Bucéfalo rompió a pedazos, con sus cascos, una de las cazuelas del filósofo. Se bajó del caballo para disculparse y ver de cerca de Diógenes. Le dijo Alejandro, con una sonrisa entre labios:
—Padre de la sabiduría, pide lo que desees y te será dado. Alejandro El Grande te asegura que lo tendrás.
Diógenes lo miró de arriba a abajo y, tras un rato, le respondió:
—No sé por qué te llaman El Grande porque eres medio enano pero, como deseas hacer algo por mí, sigue tu camino que me estás ocultando el sol y me duelen los huesos.
Alejandro, sorprendido ante tal respuesta, sólo pudo balbucear entre frases entrecortadas:
—De volver a nacer, quisiera ser Diógenes y no Alejandro Magno. Así, tuvo la certeza de que todo lo que se decía del desaliñado filósofo era sólo una sombra de la verdad.
Entre las historias que sobrevivieron del mundo helénico sobre los saqueos e incendios a la biblioteca de Alejandría, fundada a comienzos del siglo III a. C. por Ptolomeo I, fue ser incendiada por una chusma de fanáticos guiados por Cirilo, futuro patriarca de la Iglesia de Alejandría, y despedazar y quemar sin ninguna piedad a su directora, la bella filósofa Hipatia, en el siglo IV d. C. En unos de los pergaminos sobrevivientes se dice que cierto día fue invitado a un banquete y en su puesto había un plato de oro con huesos cubiertos de grasa, al verlo entrar todos se rieron de él, mientras el sucio filósofo, al ver su plato con parsimonia y seriedad, se montó sobre la mesa y dijo:
—Saben, no soy un Dios, para que me ofrenden huesos y grasa, pero sí un perro rabioso y, sin más, empezó a imitar a los comensales orinando en cada uno de sus platos, mientras decía:
—Si me tratan como perro, perro seré.
Al calmarse los ánimos le pidieron que les hablara sobre la felicidad; pronto sus palabras aburrieron a todos los comensales y, cuando se dio cuenta, comenzó a gorgojear como un pájaro y pedorrearse; así logró que todos comenzaran a prestarle atención y se apretujaran a su alrededor. Con enfado vomitó en sus rostros y les dijo:
—Se aburren de cosas serías, pero ríen al escuchar bufonadas.
A pesar de esas historias, el joven Sánchez sospechaba que la vida podría enseñarle algo de mayor interés. Y así fue. En el interior de Venezuela apenas llegaban los ecos de los acontecimientos que hicieron temblar las primeras décadas del siglo. De la Primera Guerra Mundial y de los alzamientos a lo largo del país, poco supo. Para San Rafael del Páramo fue afortunado ser un olvidado pueblo del continente. De la guerra de trincheras y gases venenosos, y de las masacres masivas entre aceradas púas y zanjones de sangre en una Europa fragmentada por el ardor bélico, se llegó a saber poco, y lo que llegó a ese apartado páramo sonaba como eco de una legendaria epopeya. Las guerras, con sus hirientes huellas, sólo pasaron como una lejana brisa por San Rafael. Mientras en Europa las trincheras se encontraban anegadas de sangre y fetidez, en San Rafael del Páramo Vicenta seguía palmeando la harina de trigo para lanzarla sobre el budare caliente, sentada en cuclillas alrededor del fogón, a la espera de que la olla del agua hirviera para que se derritiera la panela, para dar el desayuno a su familia y a la peonada.
La tragedia que se vivía por temporadas en San Rafael del Páramo era el hambre. Las hambrunas llegaban con las malas cosechas de trigo y papa. En esos años, ante el portón de la casa de los Sánchez, amanecían familias pidiendo harina y granos. Algunas veces, cuando se lo permitía la cosecha, repartían el sobrante o lo vendían a un precio irrisorio pero, en otros momentos, se iba la gente del pueblo con las manos vacías. (Planchart Licea, Eduardo, El Mago de la Niebla, Gráficas Lauki 2011, p.25 ss)
El Mago de la Niebla
Juan Félix Sánchez: El Gigante del Tisure