Opinión Nacional

Chávez, Gramsci y el puntochavismo

Ha ocurrido varias veces que la prensa nacional e internacional no repara en declaraciones verdaderamente impresionantes de Hugo Chávez. Algunos le echan la culpa a los periodistas, que muchas veces carecen de criterio, pero siendo un poco más comprensivo con los que, como yo, ejercen esta difícil profesión, pienso que hay una mejor manera de articularlo: en los largos discursos de Chávez ese tipo de declaraciones son tan frecuentes que algunas inevitablemente se escurren por las grietas antes de incorporarse al discurso mediático. Además, como esos borrachos que macerados en alcohol han perdido la capacidad de embriagarse, muchos de nosotros hemos perdido la capacidad de asombro con las balandronadas del presidente. Lo común deja de ser noticia.

¿A qué viene esta reflexión? A que en un mitin del pasado 2 de junio Chávez proclamó “grandes mentiras” conceptos fundamentales de la Constitución como la separación de poderes, la alternabilidad y la representación como fundamento de la democracia. Esta declaración no es una revelación, porque desde su advenimiento en 1998 Chávez ha hecho un esfuerzo sistemático, y en gran parte exitoso, por eliminar los contrapesos esenciales para cualquier democracia. Pero, así y todo, el carácter explícito de esta declaración merecía al menos una reseña. Después de todo, Chávez fue el que en 1999 centró su proyecto político en esa Constituyente que luego consagró como “principios fundamentales” en una nueva Carta Magna esos conceptos que él ahora califica como grandes mentiras.

Otro detalle importante ignorado por los medios fue su larga digresión sobre el pensamiento del filósofo italiano Antonio Gramsci, que fue lo que espoleó esa violenta arremetida contra la alternabilidad y la separación de poderes. Invocando a Gramsci, Chávez explicó que las sociedades capitalistas cuentan con una estructura económica y una superestructura dual conformada por la sociedad política y la sociedad civil. La sociedad política, nos recordó, está conformada por instituciones coercitivas como el gobierno, la policía y la fuerza armada, y la sociedad civil por instituciones como la Iglesia, los medios de comunicación y el sistema escolar –instituciones, estas últimas, que la clase dominante utiliza para “bañar” al pueblo con su ideología y así ejercer control político sobre la sociedad.

La forma elaborada de la ideología, dijo Chávez, es la filosofía (“porque el neoliberalismo tiene sus filósofos”), pero otro nivel es el folklore, que se refiere, según él, a esas “telenovelas, películas, canciones, propagandas, vallas y hasta colores” que la elite utiliza “científicamente” para imponer su hegemonía –es decir, esa moralidad y ese sistema de valores, actitudes y creencias que la clase dominante necesita, además de las instituciones coercitivas, para mantener el statu quo.

Chávez ha leído a Gramsci, de eso no cabe duda. Pero leyendo ese discurso en el que invoca sus ideas, uno advierte que el presidente no reconoce sutilezas y elementos importantes del concepto gramsciano de la hegemonía. Ciertamente, el filósofo italiano utiliza con frecuencia un lenguaje que se presta a las malinterpretaciones, hablando de una clase dominante que “impone” su ideología y de una clase subordinada que prácticamente es obligada a montarse en ese tren ideológico. Pero hurgando un poco más en sus libros uno descubre que la visión de Gramsci de la sociedad, una visión bastante cuestionable, es mucho más compleja. Gramsci ve un elemento “espontáneo” –en el que se entremezclan coerción y aquiescencia– en la formación de la hegemonía. Más que manipulación, Gramsci ve una reiterada legitimación de las ideas, los valores y las experiencias de la clase dominante. La hegemonía no depende de la manipulación y el lavado de cerebro de las masas, sino en una tendencia en el discurso público y en ciertas instituciones a privilegiar algunas formas de experiencias sobre otras; es decir, de no reprimir ideas y formas de ver el mundo sino simplemente excluirlas del debate.

Este sofisticado concepto de la hegemonía choca con la versión simplista que se desprende del reciente discurso de Chávez. Para el presidente las masas son controladas y manipuladas por una clase dominante monolítica que, a través de la Iglesia, las escuelas, las telenovelas, películas, vallas e incluso ¡el uso de colores!, impone una ideología que no es más que un instrumento para defender sus intereses. Para el presidente hay una línea recta entre las intenciones de la clase dominante, sus acciones y los efectos de estas acciones, y el pueblo, ese mismo que Chávez invoca como máxima fuerza legitimadora de su revolución, es una suerte de masa narcotizada de robots fácilmente manipulables a través de películas y colores e incapaces de decidir por su cuenta cuáles son sus verdaderos intereses. Ese pueblo, que de alguna misteriosa manera ha votado por Chávez en numerosas elecciones a pesar de haber somatizado la ideología burguesa, necesita alguien que lo despierte, lo guíe y lo enseñe a distinguir entre ideologías buenas y malas. Y ese alguien, por supuesto, es Hugo Chávez.

La manera aviesa como el presidente interpreta a Gramsci es comprensible, porque después de todo no es nada fácil forcejear con las ideas alambicadas del autor de los Cuadernos de la Cárcel. Pero más difíciles de entender son las contradicciones en las que incurre el presidente así uno acepte su interpretación. En su discurso Chávez mencionó a la sociedad civil, a la que define como un conjunto de instituciones a través de las cuales la clase dominante, es decir, el puntofijismo, la Cuarta República, la oligarquía (términos intercambiables), impone su ideología. ¿En qué consiste esa ideología? En parte, lo especifica Chávez, en esas “grandes mentiras” que son la separación de poderes, la alternabilidad y la representación como fundamento de la democracia.

Ahora bien, la separación de poderes y la alternabilidad son principios fundamentales de esa Consitución que él ha proclamado muchas veces la “mejor del mundo” y que moldeó a su gusto a través de una Asamblea Constituyente conformada mayormente por sus seguidores. Más aún, a través de esa Constitución Chávez ayudó a refinar y enriquecer a Montesquieu añadiendo dos contrapesos más, los Poderes Electoral y Ciudadano. Es decir, parte de esa ideología de la clase dominante que Chávez tanto critica fue hasta hace poco defendida y promovida por él. Si uno se toma en serio su interpretación de Gramsci, Chávez es tan culpable como la Iglesia y los medios de comunicación de asperjar sobre el pueblo ese miasma capitalista burgués.

Lo mismo se puede decir de la alternativa que Chávez ofrece para sustituir esa ideología que ha dominado a “Venezuela y el mundo durante los últimos cien años.” Chávez tiene razón en señalar que, en efecto, hay algo valioso en el concepto de hegemonía de Gramsci. Que hay cierta clase de ideas dominantes que dejan de ser vistas como ideas para convertirse en lo que una sociedad ve como “sentido común” es una verdad como un templo. Por ejemplo, hasta hace poco el rol de la mujer como ama de casa y madre de familia era visto como parte de ese “sentido común” en la mayoría de las sociedades occidentales. En el contexto de la economía global, que es el que parece preocupar a Chávez, ha habido desde finales de los 70 una reducción sustancial, aunque no total, de posibles sistemas económicos y ha surgido, hasta cierto punto, una visión “hegemónica” liberal de cómo las economías domésticas deben ser dirigidas y cómo deben relacionarse con el mundo.

El problema de Chávez no reside en este señalamiento, sino en el hecho de que no presenta una alternativa viable y coherente a esta “hegemonía.” A juzgar por sus políticas, su alternativa es una de excesivo intervencionismo del Estado en la economía a través de nacionalizaciones, adquisión de empresas, controles de precio, de cambio, de tasas de interés, etcétera. Pero el hecho es que esta alternativa, además de no ser atractiva (pues no ha funcionado en ninguna parte), no es en realidad una verdadera alternativa.

Porque Chávez pareciera ignorar que uno de los principales problemas de Venezuela ha sido precisamente ese excesivo rol que ha jugado el Estado en la economía y el papel marginal que ha tenido el sector privado. Chávez pareciera no estar al tanto de que esa filosofía económica liberal que él tanto critica ha llegado al país con cuentagotas y que Venezuela, con la excepción del sector energético (nacionalizado en los 70), nunca ha sido parte de la economía global porque no tiene industrias competitivas además de la petrolera. Chávez también pareciera ignorar que sus políticas económicas, esas que a José Miguel Sor les gusta llamar puntochavistas, son parte de la ideología dominante de nuestra era. Diría Gramsci: parte de la “hegemonía.”

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