Opinión Nacional

Revolución ridícula pero ¡”armaaaada”!

Después de cuarenta años la revolución cultural China y la aparición de la guardia roja de Mao se recuerdan como lo que realmente fueron: eventos grotescos y ridículos. Los grandes e inumerables afiches mostrando a un Mao siempre jóven y heróico, las escenas de miles de soldados y burócratas bañándose vestidos en el Yangtzé, siguiendo a Mao, la histeria colectiva de miles de niños agitando el librito rojo que pretendía contener la sabiduría del ególatra, todo ello lo vemos hoy deleznable y risible, ayudados por el trancurrir de unas cortas décadas. Sin embargo, lo que no podemos olvidar es que estos eventos ridículos produjeron la muerte de millones de chinos, así como la humillación de muchos otros millones y el colapso de la actividad intelectual en aquél país, un colapso que requirió de tres generaciones para revertirse y que, aún hoy, muestra sus terribles secuelas
Como es posible que un país entero, que millones de personas se hayan sometido a aquella ridícula actividad política, hayan aceptado el risible lenguaje de aquella revolución? Que es lo que hace posible que una sociedad entera incline la testa ante un dictador sanguinario o mentalmente desequilibrado o torcido hasta el tuétano? Entre las explicaciones que se han manejado para el caso Chino se incluyen la pobreza e ignorancia del pueblo, el instinto del rebaño, la inercia colectiva, el mismo tipo de fenómeno que hace a las adolescentes sollozar o desmayarse frente al cantante de moda.

El Comité Central del Partido Comunista de la China de Mao, en Agosto 1966 decía lo siguiente:
“La Revolución Cultural es grande, toca el alma del pueblo y constituye una nueva etapa en el desarrollo de la revolución socialista en nuestro país, una etapa más profunda y más extensa”, y continuaba: “Aunque la burguesía ha sido derrotada, aún trata de usar las ideas, costumbres y hábitos de la vieja clase….debemos enfrentarlos. Nuestro objetivo es aplastar a todos quienes tomen la ruta del capitalismo, criticar y repudiar a los académicos burgueses reaccionarios y transformar la educación, la literatura y el arte a fin de consolidar el desarrollo del socialismo”. Uno de los líderes de la Revolución Cultural, Lin Biao, proclamaba en un discurso, el 18 de Mayo de 1966. : “Mao es un genio, todo lo que dice es grande. Solo una de sus palabras pesa más que miles de palabras nuestras”. Cuarenta años después la China está en pleno desarrollo capitalista y visitar la momia de Mao es solo un motivo de curiosidad para el turista, como lo es ir al zoológico a ver un panda.

Pero en Venezuela alguien ha decidido transitar de nuevo ese atajo desechado por la historia. Los párrafos arriba citados pudieran haber sido escritos por Guillermo García Ponce en Aporrea. La llamada burguesía de Mao es hoy la oligarquía de Chávez. El socialismo es el mismo término que usaba Mao y ahora usa Chávez para encubrir sus ansias de dominación. Los Lin Biao venezolanos se llaman Maduro, Ron o Mundaraín pero ninguno de ellos están “linbiaos”.

La caricatura de esa revolución cultural se despliega en nuestro país ante los ojos asombrados de la gente pensante que va quedando y de los ojos maravillados de la masa, rica o pobre, que espera la limosna. Un hombre en jubón rojo escarlata, de una gordura alarmante que no parece causada por el arroz o la papa, se ha impuesto como centro permanente de atención, hablando de guerra, imperialismo y muerte a los enemigos a una sociedad que necesita educación, trabajo, comida sana, tranquilidad y un verdadero liderazgo. Este hombre se mobiliza sin cesar en un lujoso avión, mientras miles de venezolanos hacen cola para recibir humillantes mendrugos. Viaja tanto al exterior el adiposo líder que la gente ya bromea diciendo que Venezuela podría ser incluida en una de sus giras. Le habla al pueblo continuamente pero sin mezclarse con el. El contacto con el pueblo es ejercido a través de la televisión o la radio. En sus poco frecuentes apariciones de “cuerpo presente” no se pasea tranquilo entre el pueblo como si lo hicieron Betancourt, Caldera, Leoni, CAP o Medina Angarita. Aparece rodeado por varios anillos de guardaespaldas casi todos extranjeros, pués los nativos no son de fiar. Cuando va al exterior, sobretodo a la Argentina, cuyo presidente ha puesto en la nómina, se lleva a sus propios soldados para que lo protegan, algo que nunca había sido visto en esa otrora orgullosa nación.

Esta versión tropical y desmejorada de Mao también tiene su pandilla de cuatro, excepto que son más de cuatro, entre ellos: un ministro del poder popular para la adoctrinación de nuestros niños; un ministro del poder popular para el uso ilimitado y sin transparencia de las finanzas públicas; una activista de calle que se encarga de pulir continuamente su imágen de ídolo; un ex-reposero del Metro, quien lleva y trae mensajes del exterior; uno que otro embajador de talento, como él que está atornillado en Londres, ex- representante de presidentes democráticos, hoy rendido ante la fuerza bruta y primitiva.

La terminología de la revolución es parte del ridículo. Se inventan incesantemente términos rimbombantes: misiones, motores, socialismo siglo XXI, ministros del poder popular, niños de la patria, dignificados, a fin de disfrazar las miserias y la ineficiencia.

En esta versión de revolución cultural los niños de las escuelas públicas no tienen el libro rojo de Mao en la mano pero deben aprender que “el Ché no aceptaba formalismos. ….un revolucionario tiene que navegar en las aguas de la diálectica… dice el Ché que hay que plantearse tareas concretas… hay que demoler al capitalismo, los viejos valores del individualismo….”. El héroe nacional de esta desvaída versión de la Revolución Cultural China ya no es Bolívar, ni Sucre, sino el Ché Guevara, asistido por m onaguillos como Ezequiél Zamora y otros caudillos menores.

En la revolución ridícula pero “aarmaada” los soldaditos desfilan al canto de “Patria, socialismo o muerte”. Los magistrados del tribunal supremo cantan: “Uh ah, Chávez no se va”. El nuevo Mao, enbutido en su jubón escarlata, pasea groseramente la riqueza que era de todos nosotros por la región latinoamericana, tirando el dinero como papelillo. Son pocos los líderes populistas o simplemente arruinados del hemisferio que pueden aguantar un cañonazo de 10 millones de dólares, como los que él descarga con frecuencia sobre las cabezas de Evo Morales, Daniél Ortega o Néstor Kirchner.

Aunque el espectáculo de la revolución socialista de Hugo Chávez haya superado todos los límites esperables de la cursilería, ello no impide que sea un proceso destructor de nuestros valores éticos y de nuestro patrimonio. Es ridícula pero “aaarmaaada”. Y, lamentablemente, por detrás de la careta del ridículo, se asoma la horrible cara de la tragedia.

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