La fiesta del Titanic
Desde mediados de los noventa, emprendimos nuestra modesta aproximación a autores contrapuestos como Omar Astorga y Rigoberto Lanz, iniciando con éste la navegación por lo que se ha dado en llamar “postmodernidad”. Un amable internauta, recientemente nos pidió que ofreciéramos nuestra versión de lo que se ha convertido en un espléndido comodín en toda suerte de tertulia, por lo que nos permitimos darla enlazándola con uno de sus prisioneros favoritos en la Venezuela actual: el partido político.
Resulta difícil abordar el fenómeno de la postmodernidad sin aproximarnos a un hecho concreto y únicamente armados por la cultura “wikipedia”. No somos expertos en Nietzsche o en Heidegger que, al parecer, la esbozaron para beneplácito de los representantes del pensamiento débil como Gargani, Vattimo; los alemanes Böhme, Sloterdijk; los franceses Derrida, Lyotard, Baudrillard; el estadounidense Rorty. La escuela goza de una profusa divulgación en la literatura castellana, con reflexiones creadoras como la de José María Mardones y José Joaquín Brünner, quien –por cierto- señala entre sus características: un generalizado vaciamiento del sentido, bastándose con los juegos del lenguaje, las micronarraciones; una contraposición a la racionalidad occidental, anunciando el fin de los grandes relatos; un proceso continuo de deconstrucción, al deshacer los escombros del viejo mundo; una ausencia de perspectivas que se hagan futuro; una aceptación de las distintas manifestaciones culturales; un afianzamiento de la parodia, el pastiche, el simulacro; un culto a las formas, al cuerpo, al ego.
El tema ha adquirido relevancia a propósito de la polémica expresa que ha sostenido Eduardo Vásquez o de la tácita que parece refrigerada por William Izarra frente a Lanz, a quien tuvimos oportunidad de escuchar cuando los socialcristianos promovimos el seminario internacional sobre antipolítica, entre 1996 y 1997. Evidentemente, la política concreta, la partidista, también está aquejada por la postmodernidad que puede esconder la más olimpica de las premodernidades o, como afirmara Agapito Maestre, servir de una valoración de la modernidad misma.
Nos parece importante la consideración que hace Luis Alberto Buttó en torno a la materia, parte de una interesante compilación intitulada “Control civil y pretorianismo en Venezuela” (UPEL-UCAB, Caracas, 2006), que bien podemos llevarla a la (hoy inexistente) institucionalidad partidista. Así, a grandes rasgos, diferenciando con Fareed Zakaria entre democracia no liberal y la que lo es (liberalismo constitucional), observa la coexistencia del autoritarismo y la democracia en Venezuela con una fuerte limitación operativa de los partidos opositores, la deconstrucción de las estructuras sin una propuesta para la creación de otras con una emergente informalidad política (campañas electorales instantáneas, financiamiento desconocido, parcialidad de los propietarios de medios, improvisación, maniqueísmo moral, imposición de los lugares comunes, mentalidad autoritaria, grueso enunciado de los problemas subsumidos en sentencias publicitarias, etc.).
Si aceptásemos la fórmula, la institucionalidad partidista en Venezuela y, específicamente, la opositora está dramáticamente afectada por el fenómeno, pues, siendo tan criminalmente indiferente la opinión pública a los procesos internos de los partidos que se dicen democráticos, pueden éstos cautivarla –a guisa de ilustración- con una nueva propuesta, cuya bulliciosa exaltación esconde algo como que no hay novedad y mucho menos hubo debate para que –al menos- fuese propuesta, con un cambio gatopardiano de las señales visuales (logotipo, consigna), enfundados en un magno, vistoso y costoso evento. Por lo demás, no hay discusión doctrinaria, ideológica o programática, a pesar de afrontar las circunstancias de un proyecto totalitario en reclamo de un signo, privilegiado el protagonismo individual, la estética de sus presentaciones, las frases y gestos obscenos, apenas resguardado en un supuesto relevo generacional que desafía los supuestos más elementales que un Ortega y Gasset produjo.
El drama está en el autoengaño celebracional, mientras las bodegas se llenan de agua. Le quito descarada y postmodernamente las frases a un amigo, sin citarlo, al retratar muy bien la situación: nos encontramos en el “Titánic”, con una fiesta por arriba mientras se está hundiendo por abajo.
Militarización y socialismo
Destacados especialistas, como Domingo Irwin, reiteran la distinción entre militarismo y pretorianismo. Grosso modo, una expresión corresponde a la primacía indiscutible de las fuerzas armadas en el Estado y la sociedad, determinando el carácter de todas las instituciones básicas y el consiguiente destino de los recursos disponibles, con una valoración positiva de la guerra; y, la otra, sintetiza la abusiva influencia política ejercida por algún sector militar. No obstante, la primera de ellas goza de una amplia aceptación en la opinión pública.
En el caso de la militarización, Irwin subraya fenómenos excepcionales como el de Alemania, en las postrimerías de la primera guerra, o el de Japón al confrontar a China al finalizar la segunda contienda mundial, sobrando los ejemplos de pretorianismo en América Latina, con la admisión de diversas categorías. Siendo así y en virtud de las pocas excepciones que puedan citarse, nos atrevemos a considerar la militarización como el perfeccionamiento y consolidación del pretorianismo, antes domiciliado en la efectiva irradiación de los grupos o logias castrenses que ocupan y orientan buena parte del poder, quebrando la resistencia de los más o menos animados factores de la civilidad, anegando los espacios públicos y ciudadanos con un lenguaje, una orientación y una iniciativa evidentemente extrañas a su esencia y legitimidad, pero inserta en todo un proyecto político y en un régimen que cuenta con un consenso voluntario o forzado.
La inserción del militarismo en lo que se ha dado en llamar el socialismo del siglo XXI, antes un pretorianismo renovador al alcanzar el éxito electoral luego de fracasada la vía ortodoxa del coup d’État, es una consecuencia lógica no sólo por la inevitable referencia a la formación y nivel académico de sus propulsores, sino por la doble circunstancia de un modelo impuesto paulatinamente a través del grosero y consabido ventajismo gubernamental, con una clara vocación plebiscitaria, así como la de una indefinición táctica que le permita esconder sus orfandades teóricas y evadir el rechazo que la sola memoria histórica ha de suscitar en la población, habida cuenta de las amargas experiencias del socialismo real.
Digamos de un socialismo que está culminando la provechosa fase saudita o dineraria, en tránsito hacia otra campamental, confiada en su desarrollo por la fuerza, aunque también animada por los viejos síntomas que ofreció la sociedad venezolana. Por ende, adquiere los rasgos del Estado campamental, olvidando las denuncias anteriormente planteadas en torno a una militarización que –ahora- lo sustenta.
Encontramos, por una parte, que las políticas públicas enfatizaron por décadas el carácter asistencial de un Estado que tardíamente las quiso asumir desde una perspectiva estratégica, al tratar de compensar los efectos del programa de estabilización económica y ajuste estructural, desembocando por siempre en medidas absolutamente provisionales, a través de operativos masivos y espasmódicos para aliviar las cargas y emergencias sociales. Perfeccionada la fórmula, la institución castrense dispensa los calificados equipos humanos, sus ventajas organizacionales y su estructuración –incluso- doctrinaria, a favor de un esfuerzo que consagra al Estado como un campamento de campamentos, en el marco de la inagotable campaña de Hugo Chávez por mantenerse en el poder: en última instancia, lo afianzan las inversiones armamentistas antes que la cotización de la cesta petrolera, la milicianización de la Fuerza Armada Nacional y la militarización del resto de la sociedad.
Al anterior dato objetivo, por otra parte, hallamos y sumamos la localizada incursión de los militares en ámbitos diferentes al de su especialidad que se hizo costumbre en décadas anteriores. Con razón, el entonces diputado opositor José Vicente Rangel llamaba la atención, treinta años antes, sobre la competencia de los jueces militares para conocer de causas pertenecientes a la justicia ordinaria cuando experimentó un auge el delito de secuestro, desnaturalizando el régimen democrático, amén de la invalidación de la Constitución de la República en los Teatros de Operaciones, aceptándose la “erección (SIC) macropolítica en un poder incontrastable como es el SIFA”, para preguntarse “¿… hasta dónde habrá de llegar la tendencia del poder civil a delegar en los militares funciones que le son propias?”, viendo lo que ocurría en las policías municipales y de tránsito o lo que podría ocurrir en los servicios postales o de aduanas. Empero, nos detenemos en el siguiente párrafo: “La militarización de la política venezolana es continua y sostenida. Hoy en día la gravitación de una determinada política militar es más rotunda que en momentos en que el país estuvo dirigido directamente por figuras castrenses” (“Mitos y realidades: El poder inútil”, Summa/Caracas, 2da. Quincena de marzo de 1971, nr. 25). Huelgan los comentarios.
La militarización versionada por lo que llaman el socialismo del siglo XXI, encuentra un trasfondo de subjetividad que luce difícil – no imposible – de rebatir, ausentes la pluralidad y la libertad necesarias en el parlamento, por no citar las limitaciones cada vez más sentidas por los medios de comunicación social. Quizá tratamos de una decidida innovación de la fórmula.