Opinión Nacional

El autogobierno comunal

Desde las embrionarias experiencias de gobierno autónomo que llevaron a cabo los comuneros protagonistas de la histórica «Comuna de París» pasando por las libertarias revueltas insurrecciónales del espartaquismo alemán y las ricas e hipercomplejas experiencias del Consejismo italiano de los años 19 y 20 del pasado siglo; la idea del autogobierno democrático-revolucionario ha estado asociada al denostado concepto de autogestión ciudadana

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El lector debe saberlo de una buena vez: toda práctica de intervención social y política que comporte algún grado de «representacionismo» tiende a reproducir los abominables antivalores de expropiación ideológica y política de la voluntad del sujeto de cambio social. En consecuencia, postular una presunta democracia socialmente participativa y políticamente protagónica para disfrazar las relaciones de interacción entre «los nuevos dirigentes» y los eternos dirigidos no logra otra cosa que darle continuidad por otros medios a la antigua relación de alienación enajenante del individuo abstracto como fetiche jurídico de la historia. Una de las grandes zonas de divergencias antagónicas e irreconciliables entre los anarquistas libertarios y los marxistas autoritarios en el seno de la Primera Internacional estuvo centrada precisamente en la autodeterminación empírica y subjetiva del sujeto transformador. Desde su más temprana génesis histórica el marxismo nació bajo los influjos despóticos y autoritarios de la heteronomía.

El marxismo, aunque se autoproclame bolivariano, es reaccionario. Nada hay en el mundo tan fascista como un neomarxista ataviado de floripondiosos adjetivos postmodernos.

El primer rasgo distintivo de la Democracia Directa es justamente eso que espanta a los bolivarianos de nuevo cuño: la rendición periódica de cuentas y la revocabilidad del mandato por los electores. La realidad venezolana nos muestra la evidencia de modo incontestable: cuando la actual nueva clase tecnoburocrática era tan sólo una fatamorgana política no mostraba reparos en izar las gloriosas banderas de la autoemmacipación revolucionaria de la clase obrera y demás monsergas propagandísticas; hoy, en este aciago y desconcertante presente histórico que vivimos, la vanguardia iluminada autoproclamada «socialista» esconde sus viejas banderas de lucha porque ya sabemos qué le sucede al que «escupe para arriba».

Hoy el concepto de autogestión del sujeto emancipatorio no sólo es peligroso sino que desapareció del léxico de la novísima burguesía bolivariana férreamente enquistada en el otrora mefistofélico poder capitalista. El lector que lee estas intempestivas líneas lo sabe asaz bien: el principio más preciado de la auténtica democracia sin apellidos es la alternabilidad y la rotabilidad de los cargos, la transitoriedad del funcionario público en cargos de elección popular, la elección directa y secreta, la rendición periódica de cuentas ante los electores y la eventual revocabilidad del mandato por parte de los mismos electores a cualquier funcionario público de cualesquiera condición o rango institucional.

La diferencia fundamental entre un paradigma de gestión pública o social bolivariano y uno de índole ácrata o anarquista estriba en que el primero reproduce, con sus prácticas aberrantes adecas y copeyanas (cuartarrepublicanas) las mismas relaciones de enajenación política que envilecen al ciudadano dejándolo en un bochornoso estado de postración política e indefensión ideológica ante el resto de la sociedad. Para el anarquismo libertario la democracia sólo es posible como acracia. Por ello la nueva clerecía redentora se afana tanto en tildar las emergentes prácticas autogestionarias libertarias de nefastas prácticas anarquistas; porque el anarquismo revolucionario le ronca los motores a los farsantes papanatas de la tiranía de nuevo cuño que se ha entronizado en la patria de los bolsones de resistencia cimarronera.

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