A merced de los asalariados de la política
El tema es tan incómodo como políticamente incorrecto para la inmensa mayoría. La política está hoy en manos de demasiados inescrupulosos, personajes de escasa formación y dudosa moral, individuos con más aptitudes para la ingeniería electoral que para gobernar eficazmente. Claro que existen excepciones a la regla, lo que solo confirma la norma general.
En ciertos países, los políticos son personas que han triunfado previamente en sus profesiones, que han logrado ser exitosos en lo suyo, que han construido un capital intelectual y económico significativo digno de ser elogiado y aplaudido. Ellos llegan a la política solo para completar el círculo, por prestigio o bien para aportar algo a su comunidad, pero ya no para enriquecerse o conseguirse una remuneración que les permita sobrevivir.
Eso no los hace intrínsecamente mejores que el resto. No es que esa circunstancia garantice que harán lo óptimo, pero se constituye en una diferencia vital para poder comprender el mecanismo que regirá las decisiones que impactarán en todos. Cuando la política está plagada de personas que buscan en esa actividad una compensación económica, se tomarán determinaciones que no priorizarán sus consecuencias en los ciudadanos, sino en como afectará sobre su propia «continuidad laboral».
Los que llegan a la política con ese propósito, el que consigue un cargo para acceder a una retribución, sabe que cuando culmine su ciclo deberá buscar en otro lugar esos ingresos que le permitan ganarse la vida y sustentar a los propios. Si ese sujeto depende de ese sueldo para mantener su estándar de vida, si obtiene más renta en la función pública que fuera de ella, sus decisiones estarán siempre condicionadas por su situación personal.
El no pretenderá favorecer a la gente, sino conservar su puesto, sostenerse en el poder para asegurar su espacio y por lo tanto sus beneficios. Su futuro personal y el de su familia dependen de ese esfuerzo, por lo tanto, siempre se concentrará en asegurar votos. El mejor modo de lograrlo será apelar a la interminable demagogia populista. No vino a esa función para pasar a la historia ni para generar los cambios que la sociedad necesita. Está ahí solo para subsistir por todo el tiempo que le sea posible.
La cuestión va más allá. Su dependencia salarial lo subordina tanto que ni siquiera siente la libertad de renunciar cuando así lo desee y volver a lo de siempre con dignidad. Eso lo condena a asumir con mucha cobardía las órdenes que emanan de su jefe político, a riesgo de quedarse en la calle.
Cuando se seleccionan dirigentes, resulta primordial conocer sus logros en la labor profesional. Si esas personas no han alcanzado la excelencia en lo elegido, si en el pasado no han realizado lo suficiente para mantenerse por sus propios medios, sin favores estatales, prebendas o privilegios, pues difícilmente hagan lo correcto cuando les toque en suerte gobernar.
Ellos solo esperan llegar al poder para cobrar una mensualidad. Eso podría empeorar si su objetivo incluye premeditadamente alcanzar compensaciones «adicionales» de la mano de la omnipresente corrupción estructural, esa que le ofrecerá inconfesables ganancias desproporcionadas.
Muchos sostienen que la política es para cualquiera y que todos deben tener esa posibilidad. En realidad, lo saludable sería que los mejores en los negocios, en sus actividades, en cualquier profesión, pudieran estar dispuestos a contribuir en la búsqueda de las soluciones necesarias.
Si el que ingresa a la política lo hace solo para «ganar» más, para construirse un salario, para progresar individualmente, pues entonces la que está en problemas es la sociedad toda. Cuando los que gobiernan son los que solo saben vivir del Estado, y sus posibilidades fuera de ese ámbito son escasas, pues se corre un enorme peligro y el resultado es predecible.
Ese funcionario, solo espera estar cerca del «tesoro», ese que sueña con administrar discrecionalmente y que pretende depredar sin piedad. Si su meta es esa, si espera cobrar más allí que fuera de la política, pues entonces la sociedad será su próxima víctima por demasiado tiempo.
Lamentablemente, los que son un ejemplo en lo suyo, los que aprendieron a generar ingresos genuinamente, demostrando ser útiles a sus comunidades, no desean ser parte de la política. Al menos no en una cantidad suficiente como para evitar que la política haya sido cooptada por los energúmenos que ingresan a ella para saquear sin miramientos a los contribuyentes.
Los votantes tienen una gran responsabilidad en esto que no sucede por casualidad. Si los exitosos, se sintieran respaldados, si se estimulara a los más capaces a comprometerse con las soluciones, otra sería la historia. La visión infantil de suponer que la «política grande» es territorio de todos y que cualquiera puede conducir el barco, es tremendamente nefasta.
Como en todos los ámbitos de la vida, como en casi cualquier actividad, algunos han demostrado una habilidad superior al resto. Los mejores son los que deben estar en el juego y ser protagonistas, lo que debe poder verificarse de antemano, con credenciales y evidencias demostrables.
El aterrizaje, en el mundo de la política, de los improvisados, de los amigos del poderoso de turno, de los que solo buscan un empleo para salir del paso y ganarse algo de dinero, no conseguirá que esta sea una sociedad mejor. Creer en eso, no solo es ingenuo, sino también, un verdadero despropósito.
Más grave es rechazar públicamente esas premisas, para luego validarlas con actitudes personales cotidianas. Eso tampoco ayuda. Es imprescindible mejorar la política. Pero para eso hay que ocuparse, como sociedad, de alentar a diario, sin mezquindad, a los sobresalientes, a los que pueden exhibir con orgullo sus victorias y estimularlos para que reemplacen pronto a los parásitos de siempre, esos que pululan en el Estado. Si se esperan resultados superlativos, es indispensable extirpar a los mediocres, para que los ciudadanos no queden a merced de los asalariados de la política.
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