El último premio de periodismo
El hombre busca el reconocimiento. Es una de las recompensas que más deseamos. Parece una necesidad unánime el que nos feliciten por lo que la mayoría de las veces es apenas el cumplimiento de un deber. Hay quienes llegan a enloquecer al no verse felicitados por su desempeño.
De manera que en cada esfera de la vida social hay premios para los destacados. Además, los premios tienen un gran atractivo para quienes no tienen oportunidad de ganarlos. Esta admiración también es un impulso para la creación de galardones. Así, vemos como cada año aparecen premios para distintos oficios o artes.
Pero como en este mundo los premios a los hombres son otorgados por otros hombres, casi nunca están exentos de críticas. Siempre hay alguien que tenía mejores méritos y no fue tomado en cuenta. O fue injustamente evaluado. Alguien siempre tiene dudas sobre algún jurado y si no hace la observación en público, no dudará en esparcir en baja voz su contrariedad.
Para disminuir los riesgos de la injusticia en la concesión de los premios hay reglas mínimas. Por ejemplo, prohibir que los parientes del jurado opten al premio o que los mismos miembros del jurado tengan derecho a ganarse el premio. O que el galardón vaya a parar a concursantes que se han puesto de acuerdo con los evaluadores. Que nadie se asombre de que haya que escribir tales reglas tan obvias, pues la historia de premios chimbos o tracaleados es larga. Y en todos los órdenes.
Quizás los premios literarios son los más polémicos. Primero porque los objetos que se premian (los poemas, las novelas, los ensayos) van dirigidos al público más numeroso: sobre el último Nóbel de Física pocos pueden opinar, en cambio del premio a Orhan Pamuk todos nos creemos con derecho a opinar después de leer alguna de sus novelas. La subjetividad inherente a la Literatura hace que sea un tema donde el personalísimo gusto se impone.
También es muy discutible la gloria literaria al tomar en cuenta los volubles y sensibles egos puestos en juego.
Lo escrito para los escritores se puede aplicar a los actores y a los periodistas de cuyos desempeños somos testigos. Podemos ver sus actuaciones, oír y leer sus entrevistas, crónicas y análisis con ojos expertos porque somos los destinatarios de sus esfuerzos.
El oficio de los últimos, los periodistas, no está sólo expuesto a nuestro escrutinio, sino que es revisado al milímetro por un juez mucho más susceptible: el poder. Y si somos amigos del reconocimiento y de los premios, a la crítica casi nunca la recibimos con gusto y a la crítica insobornable, mucho menos. Si los ciudadanos de a pie somos refractarios a la crítica, imagínense el poder.
El poder tiene miles de formas de halagar a los periodistas y a los medios de comunicación. Puede cooptarlos para formar parte de la burocracia. Aunque todo ciudadano tiene derecho a ser ministro, siempre se verá extraño que un periodista a tiempo completo arribe al gobierno para ser amanuense. (Como lo fueron Alfredo Peña y José Vicente Rangel: uno ahora exiliado, después de haberse desmarcado del primer locutor y otro que aspira regresar a ser el Mujiquita más querido).
En Venezuela, con respecto a los premios de periodismo, es violada una de las reglas fundamentales: los jurados son nombrados por quien debería ser su principal objeto de crítica, el poder. Si el poder nombra el jurado, lo más probable es que el premio vaya a quienes son complacientes con el poder. Es lo mismo que decíamos arriba: está prohibido que los parientes del jurado participen y ganen el premio.
En los tiempos idos de la democracia, muchas veces periodistas incómodos para el poder obtuvieron los galardones. Y no sólo periodistas, también fueron reconocidos literatos y científicos no simpatizantes de los partidos gobernantes. Así la democracia premiaba con democracia. Desde el ascenso de la oligarquía chavista, tal cosa ha sucedido en muy contadas ocasiones y en los inicios de la nueva era robolucionaria.
Pero, en general, el poder no debería premiar al periodismo. Es un contrasentido. Quien es el blanco predilecto de la prensa no está en condiciones de reconocer méritos. Es como si en el odiado imperio, Nixon (el malo) hubiese premiado a Bob Woodward y Carl Bernstein por haberlo hecho renunciar con su investigación sobre Watergate.
Todo el gremio debería seguir el ejemplo de los periodistas disidentes del estado Táchira: renunciar a participar en los premios gobierneros. El poder no puede premiar a quien lo vigila.
El mejor premio a su dignidad ha sido la entusiasta y grandiosa marcha que encabezaron los periodistas para rechazar el cierre de RCTV. La libertad es un premio que se conquista todos los días.