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Las olas y la hipocresía

Los argentinos, en general, creemos que somos el ombligo de América Latina, como antes pensábamos que lo éramos del mundo occidental. Sin embargo, a poco de revisar la historia, es fácil comprobar que nunca fue así y que, por el contrario, lo que nos sucedió siempre formó parte de verdaderas olas que atravesaron a toda la región.

En los años de la segunda posguerra, todo el subcontinente convivió con dictaduras populistas, más o menos terribles en cada país, que se extendieron por décadas. En los 60’s, esa situación comenzó a cambiar y ráfagas fuertes de hartazgo y democracia soplaron, y llevaron al derrocamiento, violento o no, de esos tiranos en toda la región.

Luego, en los 70’s, y de la mano de los efluvios dañinos que emanaban de La Habana, llegó la hora de los movimientos subversivos violentos que ensangrentaron a las naciones desde el Río Grande hasta Ushuaia; sería importante recordar que, precisamente por la participación de estados extranjeros (Cuba, Rusia, Líbano, Libia, Vietnam, etc.) en esas luchas intestinas, los crímenes de las organizaciones armadas deberían ser considerados como de lesa humanidad, según la definición del Pacto de Roma. Con la defensa ante tamaña agresión, llegó el momento de los regímenes militares en -prácticamente- todo el subcontinente.

Con la partida de defunción del régimen de Pinochet, en Chile, los 80’s trajeron nuevos vientos pacíficos que, en mayor o menor grado, todavía rigen en nuestros países. En los 90’s, aupada en el Consenso de Washington y enmascarada en un pseudo liberalismo, llegó a la región la ola de privatizaciones -en muchos casos, como la Argentina, con corrupción incluida- y la modernización, con gran costo humano, medido en desocupación y marginación.

A finales del siglo XX aparecieron los movimientos populistas que, según la genial definición de Guillermo O’Donnell, transformaron a la democracia «representativa» en «delegativa», es decir, en un sistema que finge creer que la vida cívica se limita a la emisión del voto y que, durante el ejercicio del poder del elegido, éste tiene una total delegación de la autoridad soberana del pueblo y no solamente su representación.

Como es obvio, Hugo Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro (en Venezuela), Rafael Correa (en Ecuador), Evo Morales (en Bolivia), Daniel Ortega (en Nicaragua), Fernando Lugo (en Paraguay) y ambos Kirchner (en Argentina) encarnan los peores y más claros ejemplos de esta forma de entender la democracia, pero muchos rasgos populistas también son detectables en Lula y Dilma Rousseff (en Brasil), en Pepe Mujica (en Uruguay) y en Michelle Bachelet (en Chile), con las particularidades de cada uno de ellos.

Para marginar a los Estados Unidos y a Canadá e intentar balancear el poder norteamericano, las naciones de la región crearon la Unasur, imaginada como una suerte de pacto de defensa recíproca para los regímenes más izquierdistas y retrógrados de América. A partir de una huelga policial en Quito, que Correa falsificó disfrazándolo de intento de golpe de estado (ver http://tinyurl.com/p3c96bk), rápidamente se acordó  incluir una «cláusula democrática», que comenzó a funcionar ante la destitución, dispuesta constitucionalmente, de Manuel Zelaya -en Honduras- que buscaba perpetuarse indefinidamente.

Sin embargo, hasta ahora el caso más patético había sido la reacción continental contra la destitución, después de un juicio político en el Congreso y su ratificación por la Corte Suprema, de Fernando Lugo, acusado de una serie de violaciones a la carta magna. Como vieron las barbas de su vecino arder, rápidamente pusieron las suyas a remojar y, pese a que la constitución del Paraguay no había sido violada, la salida del ex-obispo de la Presidencia habilitó a una casi unánime condena en la región, y el país fue suspendido tanto como miembro del Mercosur cuanto de la propia Unasur.

El subproducto de esa suspensión fue la incorporación de Venezuela al Mercosur (ver http://tinyurl.com/nunrmcd) que, hasta el momento, no había sido habilitada por el Congreso paraguayo, una antigua aspiración de Hugo Chávez y de su socio en negocios oscuros, Néstor Kirchner. Una vez violada la fundacional Acta de Asunción, se dispuso la reincorporación del Paraguay a ese organismo comercial que, en los hechos, ha fracasado en todos sus objetivos.

Sin embargo, en estos días la Unasur ha conseguido romper sus propios records de incongruencia y de contradicción en el discurso. Pese a que Maduro viola, diaria y sistemáticamente, los derechos humanos de los ciudadanos, incluidos la vida de los más jóvenes y la libertad de los opositores (uno de ellos se suicidó en su celda esta misma semana), expulsando manu militari a éstos de los cargos y bancas para los que fueran elegidos, todos sus excesos han sido tolerados por los países de la región y nadie se dio por enterado hasta ahora ni formuló reclamo alguno al respecto, como tampoco acerca de la corrupción del régimen, que tantas penurias impone a su población. Pero bastó que Barack Obama declarara que el país caribeño pone en riesgo la seguridad de los Estados Unidos y retirara las visas de siete funcionarios de rango intermedio para que casi toda la región se rasgara las vestiduras, acusando al Presidente norteamericano de inmiscuirse en los asuntos internos de Venezuela.

¿En qué quedamos? Está bien, por lo que se ve, intervenir en la política interna de Honduras o Paraguay cuando las instituciones juegan en favor de la democracia y la constitución, o inmiscuirse en la campaña electoral de Cristina Kirchner con valijas venezolanas, pero está mal que un país simplemente califique de agresor a otro, sin por ello adoptar ninguna medida de fuerza. ¡Qué hipocresía y cinismo! Cristina Kirchner y su dizque Canciller salieron en defensa de su ridículo socio caribeño y, una vez más, pusieron a la Argentina del lado equivocado del tablero. Sólo Tabaré Vázquez se diferenció de esa maniobra, pese a la oposición de Mujica, que abogó por respaldar al repudiado y nefasto régimen venezolano.

Pero, como ya es notorio, han comenzado a soplar otros vientos, y parece que los pueblos se han hartado de todas las formas de corrupción. A lo que sucede, en este fin de ciclo, en la Justicia argentina, que día a día acerca el horizonte penal a Cristina Kirchner, su familia y sus cómplices, se sumó la gran catástrofe que golpea al Gobierno de Brasil.

No es para menos, ya que los funcionarios de Petrobras «arrepentidos» han delatado como beneficiarios a casi todos los que integran la cúpula del PT y de sus partidos aliados y el peligro de imputación se aproxima a Dilma Rousseff, durante cuyo mandato como Presidente del Consejo de Administración de la empresa petrolera se produjeron estos monumentales episodios de corrupción; el PT, además, tiene procesados y condenados a sus grandes popes por el affaire «Mensalão», de cuyos riesgos viene zafando Lula por poco. Paso gran parte de mi tiempo en Brasil, y estoy sorprendido porque, desde la época de Collor de Melo, no escuchaba hablar de impeachment en la calle.

En Chile, el hijo (funcionario público) y la nuera de Bachelet fueron encontrados culpables, políticamente hablando, de realizar negociaciones reñidas con la ética, y la Presidente se vio obligada a expulsarlo de la administración; en Perú, los negocios non sanctos de Nadine Heredia están complicando mucho la gestión de su marido, Ollanta Humala. En ambos casos, los mandatarios están en su piso histórico de popularidad.

Si estos vientos, estas olas de decencia trascienden y se transforman en una gran tendencia continental, es posible que América Latina consiga finalmente salir de su centenario atraso y sus habitantes comiencen a gozar de los privilegios que sólo administraciones serias, eficientes y, sobre todo, honestas pueden garantizar.

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