Socialismos imaginarios
En Venezuela se discute sobre socialismo como si se tratase de algo nuevo y no de una experiencia con cien años de fracasos. Como observó Hayek la mayoría de los intelectuales son socialistas por motivos emocionales, porque se niegan a admitir que la voluntad humana no alcanzará la utopía. El caso venezolano lo comprueba pues aquí la mayoría de los intelectuales se dicen de izquierda y socialistas, aunque no tengan idea clara de lo que en efecto proponen y sus costos, confundiendo así el panorama ideológico con una incesante acumulación de desvaríos.
El mecanismo mental que sostiene el sueño socialista, a pesar de la inequívoca y contundente evidencia acerca de su inevitable conversión en pesadilla, consiste en afirmar que los soviéticos, chinos, cubanos, coreanos, vietnamitas, nicaragüenses, etc., eran de algún modo torpes y malvados e hicieron las cosas al revés, en tanto que los socialistas genuinos, verdaderos, democráticos, puros, auténticos y demás versiones serán, ahora sí, capaces de construir el deseado paraíso en la tierra y hacerlo a la perfección. También apuntaba Hayek que no existe forma alguna de convencer a estas personas que el sueño socialista mismo está herido en su médula, sin importar las intenciones benevolentes de sus tercos seguidores. El socialismo es un sentimiento que resiste toda razón.
El empeño de aferrarse al espejismo socialista se explica igualmente por las dificultades sicológicas del repudio el pasado, un pasado que a muchos arrebató décadas de sacrificios y lealtades. Ante el derrumbe efectivo del ideal, transformado en ruinas por la historia, los socialistas que apartan la vista del colapso se encadenan a un sueño todavía más ilusorio, y a la manera de Leibniz aspiran al mejor de los mundos posibles. Todo lo bueno a la vez: libertad e igualdad, propiedad y solidaridad, justicia y riqueza, con un Marx «humanista», un Lenin «progresista», un Che «visionario» y otros vestigios adicionales de ficción echados a la mezcla.
El nuevo socialismo, dicen, será entonces no-autoritario, no-centralista, no-colectivista, democrático y con economía de mercado y propiedad privada, pero sólo en la medida justa para que además sea equitativo y armonioso. El problema, no obstante, es que tal cosa no es socialismo, ni real ni irreal, como tampoco son socialistas los países europeos excepto de nombre. Semejante fábula es vino viejo en odres nuevos, fábula tan poco sustentable, en la teoría y la práctica, como las expuestas por aquéllos a quienes Engels calificó de «socialistas utópicos», pero que al menos tuvieron la seriedad de desarrollar en detalle sus fantasías.
La socialdemocracia europea, insisto, sólo es socialista en un plano simbólico y sentimental, rindiendo tributo a la nostalgia en medio de una incurable desazón intelectual y política.
Todo esto resultaría inofensivo si no fuese porque nos hallamos inmersos en el drama tropical del Socialismo del Siglo XXI. La izquierda «buena», no-chavista, enarbola un supuesto socialismo diferente, cuando lo que se requiere es defender un modelo alternativo basado en la libertad individual, la economía de mercado y el Estado de Derecho. Esa izquierda «buena», internacionalmente cómplice de Chávez, acá contribuye a debilitar la resistencia ideológica al sugerir como opción frente al delirio del régimen otra quimera inútil, pues el socialismo, en todas sus interpretaciones y referencias, que demandan como mínimo la socialización de los medios de producción, destruye y destruirá siempre la libertad.