Cantaclaro
No me vengan con cuentos ni con cuentas que todo lo sé, lo conozco todo, nada se me escapa ¡Cantaclaro me han llamado, que ninguno se atreva a replicar!
Si hubiera sido, como lo voy a ser dentro de poquito, Dios eterno, todopoderoso y omnisciente, me hubiese creado de una vez por todas hermafrodita, porque no necesito de nada ni de nadie; oíganlo bien, ¡ni de nadie ni de nada!, mucho menos de estos ministraídos del montón, de estos parlamentarios del rimero, de esos jalagalones de ocasión, apertrechados en sus prebendas que nada hacen ni dejan hacer, ni siquiera obedecer como sabiamente su Dios manda y prescribe en esta mi tolda oficial.
Por eso frente a todos Uds., de aquí y de allá, ¡jauaryú!, les voy a enseñar mis queridos pitoquitos como es que se administra sin más saberes que los que yo mismo le dicto a mi mismo yo.
Resulta y ocurre que estoy todo el tiempo vigente y en vigilia – ¿dormir para qué, si no tengo hembra en la que soñar? – y me imagino como debe ser la vida de los demás y entonces llamo y dicto, expongo y grabo, me sacudo de todo y de todos, y empiezo a fantasear, y se me alborota el cacuro, y las ideas salen en tropel como alazano en llano abierto, como vuelo de alcaraván, y me voy sin riendas, libertario, porque no hay potrero que me pueda contener, y me salen solitariecitos los títulos, los artículos, los ordinales, los parágrafos, los incisos, y hasta las sentencias mismas que interpretarán para siempre mi pensar.
Y me digo entonces, harto, cansado y disgustado, para qué tanto correveidile, tanto interprete, tanto funcionario profesional, si todo lo tengo previsto, ya sabido y por formular ante las filmadoras que son mi medio natural.
¡No jile, camarita! que lo que he debido ser es evangelista de mí mismo, coplero mayor de mi necesario actuar, protagonista absoluto de esta novela semanal, en la que aparezco, buenmozo y maiceado, rozagante y colorado, como si me acabara de despertar, presumiendo como dogmático gallo dueño exclusivo de su absoluto corral, y me viene entonces, de no se sabe donde, ¡Válgame Dios!, un palurdo gallinazo, un atrevido pataruco diciendo a cielo abierto que me han sabido engañar, a Mí, ¡Miquití!, que todas me las sé, me las sé todas: no hay jugada que no conozca ni pitcheo que no pueda descifrar.
¡A mí no me jode nadie, me apresuro a contestar!, pero de inmediato me viene la imagen del primado galeno que, entre sorbo y sorbo del más genuino escocés, ante otras traidoras cámaras, también aventuró un iracundo replicar.
De regreso a mi floreado redil, entre presumidos capones y gallinas embelezadas de mi más atrayente hablar, vuelvo a mis airados quiquiriquís, y con mi trova sinigual, dicto la magna epístola, el argumento más oficial, inspirado yermito en mis prolíficos adentros, seguro que otros gallos de andinos rediles, ahítos de mi lozana chequera, también han de coplar.