Opinión Nacional

El cetro de la reforma

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Algunas de las reformas constitucionales, sin duda atractivas, que propone Hugo Chávez -las referidas a la reducción de la jornada laboral a seis horas y la extensión de la seguridad social a todos los venezolanos- las podría realizar en el marco de la Constitución de 1999 y de la Ley Habilitante que obsequiosamente, y por un período de año y medio, le concedió la Asamblea Nacional. Las mismas propuestas se encuentran en la Carta del 99 -artículos 90 y 86, respectivamente- sólo que después de ocho años al frente del Gobierno, producto de su ineptitud, no las ha instrumentado Otros cambios que modifican la estructura del Estado venezolano -como la implantación del socialismo, el acoso a la propiedad privada, la eliminación de la autonomía del BCV, la creación de la milicia y la abolición del carácter profesional de la FAN, la creación de entidades federales y la derogación de la democracia representativa y su sustitución en la práctica por esa entelequia llamada “democracia directa”- tendrían que ser objeto de una nueva constitución redactada luego de la convocatoria a una asamblea constituyente.

Chávez combina cambios cosméticos con transformaciones estructurales con el único propósito de que la gente se confunda, y la reelección permanente (Art.230), consagración de la autocracia, pase sin despertar mayores sospechas. Lanza luces de bengala para ocultar la sustancia de su proyecto continuista.

Dado que la pretensión de Chávez de eternizarse en Miraflores resulta inaceptable, incluso para muchos chavistas, ya la diligente señora Cilia Flores dijo que la votación en el referendo tendría que ser en “bloque”, pues los 33 artículos que el Presidente plantea modificar forman una propuesta orgánica “donde todos están relacionados entre sí”. ¿Podría explicar la diputada Flores qué tiene que ver el sistema de seguridad social universal e integral con la reelección perpetua del primer mandatario?
La estrategia del oficialismo busca impedir que la oposición active el artículo 344 de la Constitución de 1999, el cual establece que en el referendo aprobatorio podrá votarse separadamente hasta la tercera parte de la reforma, si así lo hubiese solicitado “un número no menor del cinco por ciento de los electores o electoras inscritos en el registro civil y electoral”. Lo que les devana los sesos a los chavista más furibundos es cómo lograr que la reelección vitalicia del teniente coronel, propuesta que sólo les resulta atractiva a ellos, sea aprobada de modo que el líder máximo gobierne hasta el fin de los tiempos. El asunto no es de fácil solución. Uno de los aspectos importantes de la reforma reside en la construcción de la democracia popular y directa. Entonces, ¿con cuáles argumentos impedir que la gente se pronuncie por el contenido de cada una de esas reformas tan diferentes entre sí? ¿Cómo sancionar una iniciativa que cuenta con más de 60% de rechazo popular? En la memoria colectiva aún está presente el orgullo que significaba para los venezolanos ver que cada cinco años podía pasarse pacíficamente de un gobierno a otro, incluso de signo opuesto como el de Chávez, sin que hubiese traumas ni sobresaltos.

Para justificar su presidencia vitalicia Chávez se olvida del Bolívar liberal y republicano del Congreso de Angostura e invoca al Bolívar retrógrado y conservador de la Constitución de Bolivia. También apela al argumento de la soberanía y la voluntad popular. Con una piel de cordero que no le calza dice que él no está proponiendo ninguna autocracia, pues en el país habrá elecciones cada siete años y, por lo tanto, el pueblo tendrá la posibilidad de elegir entre diversas opciones, quién debe regir los destinos del país. El pueblo es soberano de escoger y él estará en el poder sólo hasta que el pueblo quiera. Este es un argumento falaz por donde se le mire. En las repúblicas democráticas genuinas, no en esas mascaradas que fueron las repúblicas de Europa del Este, la soberanía popular se ejerce a través de instituciones independientes, arbitrales y que guardan entre sí un estable equilibrio.

En Venezuela desde 1999, pero especialmente a partir de los sucesos de abril de 2002 cuando sale transitoriamente de la presidencia de la República, el comandante Hugo Chávez dirige todos los esfuerzos para atornillarse en el poder de manera indefinida, secuestrando las instituciones del Estado y confiscando cualquier vestigio de su autonomía. Su descaro es tan insolente que incluso el mismo día que presenta el proyecto de reforma en la Asamblea Nacional, da una muestra de esta arrogancia. Esa noche informó que había estado trabajando con Isaías Rodríguez, Fiscal General de la República, el proyecto que le presentaría al país. En términos prácticos sugirió que su proposición cuenta con el visto bueno del Fiscal. Hay que recordarles a Chávez y a Rodríguez que la labor del Fiscal es controlar y limitar el poder del Gobierno y el Estado, y que esa institución está obligada a mantenerse neutral frente a la iniciativa del jefe del Ejecutivo, pues cualquier persona o grupo de personas puede dirigirse a esa instancia para solicitar su opinión acerca del proyecto presidencial. A quien el jefe de Estado tenía que consultar era al Procurador General, quien es el abogado de la Presidencia de la República. Sin embargo, como en el régimen bolivariano ninguna institución cumple la labor que le corresponde, sino que todas están bajo la férula de Miraflores, el Fiscal fue quien trabajó junto al primer mandatario. ¿Ahora, quién recurre al Ministerio Público para introducir, digamos, un recurso de amparo, si ya el Fiscal adelantó su opinión, según confesó públicamente el Presidente? Por su parte, el ministro de la Defensa, general Rangel Briceño, declara que el proyecto presidencial la FAN lo asume como una orden, como un mandato. Ese mismo caballero es el responsable del Plan República. Entonces, ¿en quién confiar?
En un país donde las instituciones están confiscadas, la soberanía popular no existe, está embargada. Solo opera como un recurso retórico en el que se refugian demagogos con vocación mesiánica. Demagogos que quieren sustituir la silla presidencial por el cetro imperial.

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