¡Bienvenida La Reforma!
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Ignacio Ramonet ha publicado en el número de agosto de Le Monde Diplomatique una vindicación de Hugo Chávez ante la Historia.
En ella afirma que “en momentos en que la socialdemocracia conoce una crisis de identidad en Europa, las circunstancias históricas parecen haber confiado a monsieur Chávez la responsabilidad de ponerse a la cabeza, a escala internacional, de la reinvención de la izquierda.”
Bolívar, acaso el único parangón que tenemos a la vista para tratar de acercarnos un poquito al genio de Hugo Chávez, también dedicó tiempo a enmendar y concebir constituciones. Es una afición muy de este lado del charco: sólo en Venezuela hemos hecho y deshecho ventitantas constituciones en menos de doscientos años de vida independiente.
Es una pena que se haya tornado tan difícil hallar en las librerías de Venezuela— problemas con el control cambiario, espero— la versión castellana de la estupenda biografía de Bolívar que el historiador británico John Lynch publicó el año pasado en Yale. En español lo editó “Critica”, en Barcelona, en 2006. Ha sido profusamente reseñada con entusiasmo en todo el mundo.
Un momento climático del libro de Lynch es aquel en que Bolívar redacta, en 1826, la primera constitución de Bolivia y pide su parecer al Mariscal Sucre, vencedor de Ayacucho
La historiografía más moderna, competente e imparcial no muestra ya a Sucre como un segundón del Libertador, sino como lo que realmente fue: un hombre de rara nobleza de alma, increíblemente dotado para la guerra y la política, incapaz de dorarle la píldora al jefe. Sucre le respondió con toda franqueza a Bolívar que la “tranca”—“la pega”, se diría en España— de la famosa constitución iba a estar en la presidencia vitalicia que se inventó el Libertador dizque para garantizar la estabilidad política de nuestras nacientes naciones.
No es que Sucre no estuviera de acuerdo con ella; él también estaba por los gobiernos fuertes. Pero no se le escapaba que iba a estar difícil salir a vender eso de un presidente vitalicio con potestad para designar a su sucesor. Entiendo que la boliviana constitución traía otras extravagancias—un colegio de censores del legislativo, también vitalicio, por ejemplo—, pero la provisión verdaderamente problemática fue la señalada por Sucre.
Bolívar consumió los últimos cuatro años de su vida tratando de imponerle su invención boliviana a Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Sabemos en qué paró el intento. Perdió la convención de Ocaña y por un tris no muere en un atentado en Bogotá. Tuvo que hacerse dictador para tratar de conjurar el zuriburri subregional andino que él mismo se buscó. Y antes de un año, sus poderes dictatoriales extraordinarios ya habían terminado.
El artefacto constitucional que ahora propone el presidente Chávez ofrece, a simple vista, muchas ocasiones para que el atónito lector se descamine leyendo la cantidad de despropósitos que gente más docta que yo, — como el jurista venezolano Gustavo Linares Benzo—, ha comenzado a señalar.
Pero lo esencial de este nuevo libro de reglas del juego, no está en tal o cual nueva provisión (como esas que alargan todavía más el período presidencial, le otorgan potestad a la Presidencia de disponer sin contraloría de las reservas internacionales y crean una milicia popular), sino en la rediviva, bolivariana fórmula cesarista de una presidencia vitalicia, so capa de consagrar constitucionalmente la reelección continua o indefinida.
Esta, igual que la de Bolívar, es un grave error político de impredecibles consecuencias para Chávez. Por eso creo que hay que saludar la reforma que propone pus ella precipitará, fatalmente, la necesaria cohesión política y la unicidad de propósitos de la desconcertada oposición venezolana.
“No a la reforma” es la consigna más concisa, generadora de consensos y movilizadora de voluntades, ¡dentro y fuera del chavismo!, que haya podido nunca brindarnos el Bolívar reencarnado que, según sus áulicos extranjeros, como don Ignacio Ramonet, a golpes de chequera, relanzará a la izquierda planetaria.