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Descomposición

Con el violento secuestro del Alcalde Metropolitano el jueves 19 por parte del SEBIN y su posterior imputación arbitraria por haber ejercido su derecho de proponer un gobierno de transición, creíamos advertir el nivel de barbarie a que había llegado el régimen. Pero el martes 24 un liceísta de apenas catorce años fue asesinado con un disparo en la cabeza por un joven policía «bolivariano», molesto porque le había instado a no reprimir una protesta universitaria. El niño ni siquiera formaba parte de la protesta cuyo ejercicio, por demás, es un derecho legítimo en toda democracia. La ministra del Interior y Justicia quiso restarle significado a tan abominable crimen señalando que era «un acto individual». Pero en la última semana han sido ajusticiados otros cinco muchachos en circunstancias sospechosas. En la represión de las protestas estudiantiles del año pasado, hubo más de 40 muertos, centenares de detenidos y heridos, y numerosas denuncias de tortura. Durante el último año hemos sido testigos del maltrato a presos políticos y de las amenazas contra sus vidas. Y en los dos primeros meses de este año, la confiscación de bienes de empresas privadas, la detención de sus gerentes, la aprobación de la resolución 8610 que autoriza el uso de armas letales por la fuerza armada contra manifestantes, el Decreto 1605 de contrainteligencia que considera «enemigos» a la disidencia, la promoción del sapeo -«patriotas cooperantes»- para intimidar a comerciantes, tuiteros y a quienes tomen foto de las colas (quienes muchas veces terminan presos), el acoso y cierre de medios de comunicación, y el atropello a periodistas, han puesto de manifiesto que, lejos de ser un incidente aislado, forma parte de una estrategia represiva, propia de un estado policial.

«La Historia me absolverá»

Los regímenes totalitarios suelen invocar una «moral revolucionaria» para legitimar su atropello a los derechos humanos. El fin de un futuro glorioso que habría de liberar a los pueblos, justifica los medios empleados para su consecución. La salsa que es buena para el pavo no es buena para la pava, y la «justicia revolucionaria» se aplica de manera sesgada contra los que tilda de «enemigos». El bien superior, trascendente, que representa la «revolución» –según sea interpretada por el Líder-, debe prevalecer por sobre los formalismos de una legalidad «burguesa» que pretende maniatarla. Y así lo avalará la Historia (con mayúscula), como lo argumentó un notorio líder revolucionario del siglo pasado en el juicio que se le seguía por comandar un asalto armado contra el orden establecido:

«Porque no son ustedes, caballeros, los que nos juzgan. Ese enjuiciamiento lo dictamina la eterna corte de la Historia. (…) Podrán pronunciarnos culpables mil y una veces, pero la diosa de la eterna corte de la Historia sonreirá y hará trizas el alegato del fiscal y la sentencia de esta corte. Ella nos absolverá».

No, no se trata de Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada, sino de Adolfo Hitler, procesado en 1923 por el putsch de la cervecería en Munich[1]. Y esa Historia –que excita tanto a los exaltados por mitos épicos- nos mostró el nivel de barbarie y de crueldad que desplegó su celo revolucionario destructor y asesino. También para Hitler había una conspiración internacional de la plutocracia financiera en su contra que había que derrotar. Igualmente, quiso liquidar la legalidad burguesa que, con sus blandenguerías, interfería el bien supremo pregonado. Por su parte, el «padrecito» Stalin, en su paranoia, veía conspiraciones de todo tipo que lo llevaron a desatar el terror del estado contra la población soviética –superando incluso a Hitler-, y a convertirse, de paso, en el gobernante que, en las purgas masivas del partido bolchevique, mató a más comunistas. Luego Fidel Castro, en un sincretismo diabólicamente genial, fundió ambos experiencias con sus dotes de líder arrojado para escenificar la épica romántica de un David latinoamericano contra un Goliat imperialista, forjando lo que he llamado fasciocomunismo. En tal escenario, alegó centenares de intentos de magnicidio en su contra para justificar el acaparamiento del poder, la lealtad absoluta hacia su persona y la cruel represión de toda disidencia. De esta forma, la pretendida supremacía moral de la Revolución limpió de culpa a quienes cometieron los atropellos más abominables contra la humanidad, porque ocurrieron en prosecución de intereses supremos consagrados por la Historia.

El carismático Chávez aportó un discurso patriotero y maniqueo que movilizó a amplios sectores desclasados a favor de su gesta populista demoledora. Se benefició en este proceder, con la captación de enormes rentas por la venta de crudo en el mercado internacional, que distribuyó entre los suyos a diestra y siniestra como prueba de su autenticidad salvadora. Y, en nombre del socialismo y de la izquierda revolucionaria, desató una cruzada contra los derechos laborales, los sindicatos y gremios independientes, las universidades autónomas, la libertad de prensa, los derechos civiles y procesales, y el desarrollo productivo: en fin, contra todo aquello que había sido bandera de la izquierda. La Historia –de nuevo con mayúscula-, valida de un discurso discriminatorio alimentado de odios, habría de justificar tan reaccionario proceder -y, con ello, el poder absoluto de Chávez- porque su carácter «revolucionario» lo invistió, por antonomasia, de una cualidad moralmente superior.

La limpieza de conciencias

Maduro, desangelado heredero del comandante eterno, depende de la conexión con ese discurso para su legitimidad. Ante las tempestades sembradas por los vientos redentores de su padre putativo, se muestra incapaz de forjar un liderazgo a base de méritos propios que le permita librarse de esa impostura llamada «socialismo del siglo XXI» e, impotente, observa como el barco se le hunde. En su desespero, apela a lo único en que han demostrado ser insuperables sus tutores cubanos: la aplicación del terror de Estado para someter a la población. Y es que la factura cubana se percibe a leguas en la represión sin miramientos de la protesta, en el trato cruel a los presos, en el ocultamiento de información y la mentira sostenida. Pero estos desmanes se amparan en postura de superioridad moral porque son cometidos contra aquellos calificados de «derecha». El discurso comunistoide provee así las muletillas para avalar barbaridades que, si fuesen cometidas sin cobijarse en sus categorías maniqueas -explotados vs. burgueses, izquierda contra derecha-, serían condenadas airadamente como prácticas dictatoriales de la derecha. La veneración a Chávez tiene así una motivación oculta entre muchos militares gorilas: su retórica bolivariana-redentora de «izquierda» limpió las conciencias de quienes añoraban ejercer lo que, lamentablemente, ha sido práctica reiterada en latinoamericana: una dictadura militar, pero ahora «legitimada».

El discurso «revolucionario» ha mostrado ser muy eficaz, sobre todo, para tapar los «negocios» hechos posible por la destrucción de las instituciones del Estado de Derecho, la ausencia de transparencia, la especulación que promueve el sistema de controles de precio y el usufructo discrecional de los dineros públicos. Desde que Chávez asumió la presidencia, las exportaciones petroleras han sumado más de USA $850 millardos; el incremento de la deuda pública externa superó los USA $83 millardos; la interna, más de Bs. 487 millardos, unos $73 millardos según el tipo de cambio oficial vigente en cada año. Jamás gobierno alguno contó con tantos recursos. El gasto público, incluido el aporte de PdVSA a las misiones y al Fonden, se ha aproximado al 50% del PIB en los últimos años. Esta enorme cantidad de dinero ha beneficiado a una oligarquía de mafias militares y civiles que no están dispuestas a desprenderse de semejante botín haciéndoles caso a voceros internacionales –de izquierda, centro y derecha- que recomiendan rectificar la política económica y concertar acuerdos con la oposición democrática. ¡»No puede permitirse tal agresión a la soberanía y a la autodeterminación de los pueblos»! Y así como los ancianos hermanos Castro han disfrutado de Cuba por más de cincuenta años como si fuera su patrimonio personal –una extensión de los cañaverales del viejo Ángel en Birán- con su discurso antiimperialista, esta oligarquía desata una guerra retórica «revolucionaria» para blindarse contra todo cuestionamiento de sus fortunas mal habidas.

La neolengua redime

En este afán del fascismo bolivariano por imponerse, sin restricciones institucionales ni controles democráticos, la poca credibilidad de su discurso en absoluto estorba. Las arengas no son para convencer a mayorías sino para activar el odio y la disposición a todo de parte de colectivos y fanáticos exaltados, empoderados por la ausencia de límites a su accionar. La «revolución» absuelve y p’al carajo los derechos humanos y las garantías constitucionales. Quince años sembrando odios explican la muerte del liceísta en Táchira, así como de tantos jóvenes a manos de Guardias y colectivos. No hay rubor alguno en seguir insistiendo en la idiotez de una «guerra económica» y acusar de ella a una burguesía parasitaria, proyectando en otros lo que ha sido su propio trajín como oligarquía expoliadora. Tampoco hay sentido del ridículo al repetir las historias más inverosímiles de atentados y conspiraciones -muchas ideadas en la mente senil de José Vicente Rangel o entre las toxinas viscerales de Diosdado Cabello- y se inculpa a Antonio Ledezma, María Corina Machado, Leopoldo López y Julio Borges por confabularse para un supuesto golpe de estado. Cada ladrón juzga por su condición. Detrás de estos representantes de la «extrema derecha» se asomaría, claro está, el imperio. Este malvado enemigo ahora atenta contra «la patria de Bolívar» (¡!), quitándole las visas y congelándole los bienes a varias decenas de mafiosos y esbirros. En su autocomplacencia creen situarse más allá del bien y del mal al declararse «revolucionarios» y repetir consignas que, si no hubiesen sido banalizadas, serían la mayor inculpación de su propio proceder. En sus mentes enfermizas todo desafuero que cometen es, por antonomasia, en el interés del pueblo. Y así, estos fascistas buscan tranquilizar sus conciencias denunciando a una «ultraderecha fascista» (¡!) en la persona de los estudiantes y todo aquel con que tenga pensamiento libertario, de avanzada. Conforme a esta neolengua Orwelliana, su ejercicio despótico del poder representa la «democracia revolucionaria» superior, la subordinación a Cuba y Ia entrega a ese país de cuantiosos recursos es para «defender la patria», y el despliegue de la fuerza militar para intimidar y reprimir salvajemente toda protesta, así como los insultos y acusaciones falsas a la oposición, es para «promover la paz» –la paz de los sepulcros, como denunciaron valientemente los estudiantes del ’28.

Estamos frente a la más execrable y vergonzosa descomposición moral que ha conocido el país a lo largo de su existencia. Porque no hay freno ético, político ni moral alguno que inhiba la acción de estos forajidos. Lo veníamos diciendo desde hace ya algún tiempo: Maduro y los suyos, lejos de asumir responsablemente las reformas que permitirían a Venezuela salir del desastre en que se encuentra y buscar los acuerdos necesarios con otras fuerzas para asegurar su éxito, se han concentrado en prepararse para la guerra. Porque el fascismo solo puede entender a la política como una guerra. Según ellos, nos encontramos en un estado de excepción en el que la vida humana no pesa, sea la de un estudiante asesinado, un enfermo que no pudo operarse porque los hospitales se quedaron sin equipos o porque no consigue los medicamentos que podrían salvarlo, o la de cualquier joven acribillado por el hampa desatada. No hay exponente más ilustrativo de esta descomposición que el propio Presidente. Al transmitirles sus condolencias a los padres del liceísta asesinado en San Cristóbal, inmediatamente insinuó que los policías actuaban en defensa propia ya que, según declararon, se toparon con «un grupo de muchachos con capuchas» y «fueron rodeados y golpeados y atacados con piedras». Y para añadirle más «razones» al ajusticiamiento, no aguantó las ganas de mencionar que el muchacho pertenecía a «una secta de derecha». Esa secta de derecha, Sr. Maduro, son los boy scouts. Agrupación más «zanahoria» e inofensiva no puede haber. Pero, a sus ojos, pareciera que la asociación con una supuesta «derecha» reduce la magnitud del delito cometido. Y una vez cumplido con el «trámite» del pésame, reemprendió, en el mismo programa televiso transmitido en cadena, los aires festivos con que intentaba animar a sus partidarios. Asimismo, como buen discípulo de Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi, el día siguiente denunció a un piloto de la aviación estadounidense que planeaba realizar «atentados» nada más y nada menos que en el estado Táchira, donde ha arreciado la represión. Remató repitiendo lo que aprendió de Chávez, poniendo de manifiesto una vez más su falta total de originalidad y de criterio propio: «Tengo video, audios y documentos con pruebas de que EE UU atenta contra la Constitución en Venezuela» (¡!).

En su desespero, viendo cada vez más disminuido su nivel de apoyo y sin el valor ni la capacidad -ni el interés- para sacudirse de la camisa de fuerza «socialista», la oligarquía chavista no ve otro camino que radicalizarse aun más. Aumenta sus insultos, mete preso a dirigentes opositores, aplasta con sangre a la protesta, todo bajo la ficción de una «amenaza imperialista», velo usado para encubrir el fracaso indubitable de su gestión y la derrota electoral que ello significaría. Este estado de descomposición explica la detención de médicos que atendieron a estudiantes heridos por la Guardia, así como la presencia, cual jefe de un campo de concentración nazi, del coronel Homero Miranda al frente de la prisión militar de Ramo Verde –el verdadero «monstruo de Ramo Verde», no Leopoldo- para humillar y atropellar a los presos políticos y sus familiares con las acciones más viles. La «Tumba» que usa el SEBIN en las inmediaciones de la Plaza Venezuela para quebrar la voluntad de muchachos ahí detenidos es una muestra más de que este cuerpo no tiene nada que envidiarle a la Seguridad Nacional perezjimenista. La banalidad del mal, como acuñó Hannah Arendt con relación a Adolf Eichmann, retrata la total ausencia de criterios morales básicos referidos a los conceptos de «bien» y «mal» que deben regir la convivencia entre humanos, «No hagas a otro lo que no quisieras que hagan a ti».

En esta huida hacia adelante, a mayores atropellos y rupturas con las normas de convivencia democrática, más es la necesidad de encontrar refugio en las seguridades de la fe. De ahí que se acentúe la veneración por el difunto y se le evoca como suerte de profeta neofascista, cuya legado obliga a cerrar filas, sin pensar, en torno a las locuras del régimen. Y así, lo que queda del chavismo se va hundiendo en un espíritu de secta, fanática y dispuesta a todo, que asume conductas violentas, irracionales, cual «yihad bolivariana». La oligarquía en el poder, no obstante su retórica «revolucionaria», no sólo ha mostrado ser incompetente para conducir al país, ha abdicado de toda condición moral para legitimarse como gobierno. Mientras más desnudos se ven en su podredumbre, más agresivos y violentos se exhiben, buscando cualquier excusa para darle un palo a la lámpara y evitar la derrota de «la historia».

¿Y la oposición qué dice? ¿No es tiempo de llamar las cosas por su nombre y denunciar la esencia fascista del régimen? ¿Cómo no desnudar la absoluta inopia moral que inhabilita a la actual oligarquía para permanecer en el poder? Su tiempo ha concluido.

[1] Ver, Schirer, William L., The Rise and Fall of the Third Reich, Simon and Schuster, 1966, Vol. I., Pág. 78 (traducción e itálicas mías). Norberto Fuentes, quien fuera asesor personal de Fidel, cuenta que, durante el presidio de éste en Isla de Pinos por lo del Cuartel Moncada, leyó Meinkampf de Hitler, de manera que no sorprende el uso del mismo lema en su defensa. Ver, Fuentes, Norberto (2004), La autobiografía de Fidel Castro, Tomo I, Ediciones Destino, Barcelona.

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