Mientras vacacionábamos
No descansar enferma. Esa lección que hemos aprendido de nuestros abuelos no la asimiló Hugo Chávez de su abuela Inés. Mientras medio país se encontraba de vacaciones, él presentó su propuesta para cambiar su Constitución de 1999. “La mejor Constitución del mundo”, después de siete años y medio, ya no le sirve.
Aquel traje a la medida (elección fraudulenta de Constituyente de por medio) hoy parece asfixiarlo. Y no me refiero a las dos docenas de kilos nuevos que presenta su figura, sino a los límites que el texto constitucional le presenta para continuar en su proyecto de cancelar del todo la disidencia democrática y seguir estableciendo la arbitrariedad como procedimiento general de desgobierno.
Siguiendo la tradición sorpresiva del 4 de febrero de 1992, cuando murieron decenas de soldados bajo su mando sin saber por qué, entrega a la Asamblea Nacional su proyecto de nueva Constitución. Sorpresa no por el contenido, que ya la prensa nos había adelantado casi todo, sino por la fecha y el apuro en hacer aprobar por las focas parlamentarias su propuesta, incluyendo el ucase al poder electoral para organizar el procedente referendo en diciembre.
Me encontraba en Maracay cuando Chávez, con falsa pompa, discurría y castigaba, una vez más, con sus cuentos de camino e historietas familiares a los diputados, ministros, y otros burócratas que están obligados a oírlo. En el modesto (pero no barato) hotel maracayero nadie se daba por enterado de lo que pasaba en el Palacio Federal. Nadie lo escuchaba. En el lobby alguien veía el canal deportivo ESPN2 y en el atiborrado restaurante un gigante televisor mostraba los videos musicales de MTV.
Ante la indiferencia de la mayor parte de los venezolanos, Chávez –quien cree que el país se paraliza para verlo y escucharlo- avanza en su plan macabro para eliminar cualquier espacio democrático.
El inacabable discurso demagógico, la invasión de la vida privada por la política, el abuso mediático del rostro y la palabra de quien ocupa Miraflores han conseguido el hartazgo de la generalidad de los ciudadanos. La tesis de la repolitización del electorado venezolano choca contra ésta realidad: la indiferencia mayoritaria ante la propuesta de cambiar la manera cómo nos relacionamos con el Estado y de eliminar la protección de derechos humanos fundamentales.
Al día siguiente, noté un clima apático entre el personal del hotel. Le pregunté a un mesonero por el discurso de Chávez (cinco horas y pico que no dejaron ni ir a orinar a los asistentes) y me contestó que hacía años que no perdía tiempo en eso.
Hasta los periódicos no pudieron explayarse en la reseña de la propuesta porque el acto terminó muy tarde. Quizás el ministro William Lara no previó esto y una vez más habría que culparlo de las fallas de la política comunicacional chavista. Pero, sabiendo cómo son las cosas, el caudillo debe haber sido el único responsable del horario y la extensión de sus palabras.
Es lógico y hasta saludable que la gente trate de evadir la omnipresencia de Chávez. Que ya las discusiones sobre su desgobierno y la ineficiencia de la inmensa mayoría de los funcionarios hayan cansado a la ciudadanía. Ningún país puede resistir -sin consecuencias perjudiciales- una movilización política como la vivida por Venezuela desde 1998.
Nuestras mentes buscan resguardarse, hacer normal lo insólito. Buscamos acostumbrarnos a lo que vemos y sufrimos a diario para no parar en la locura sin más que se nos quiere imponer. Por eso apagamos el televisor cuando regresa el primer locutor nacional ya sea vestido de Armani y camisas cortadas en París, con la banda presidencial atravesada por chorrocientésima vez.
Pero a pesar de nuestra natural lucha por el equilibrio mental, tenemos que dedicar parte de nuestra vida a la política porque nadie, nadie puede escapar de ella. Esa frase que repiten ingenuamente muchos, “Yo si no trabajo no como”, para justificar su desprecio a estar informados, puede ser el prólogo de su miseria.
No podemos hacernos los locos con la nueva Constitución que el gárrulo mandante desea establecer para machacarnos. Para liquidarnos como ciudadanos y regresarnos al absolutismo del siglo XVII y convertirnos en súbditos de una monarquía que no reconozca el pluralismo ni el derecho inalienable a la propiedad privada.
El debate de la reforma constitucional se da en las peores condiciones. El único canal de televisión nacional disidente y de señal abierta ha sido cerrado. La red de TV y radio estatales está al servicio de la más grosera propaganda oficialista. Grandes y pequeños periódicos independientes han sido obligados (mediante la amenaza de retirarles la publicidad gubernamental) a cambiar o moderar su línea editorial. El despilfarro, la corrupción y el reparto de dádivas logran reblandecer conciencias aquí y afuera.
Todo conspira para que la mayoría no conozca qué busca Chávez con esta reforma constitucional. Por lo tanto, hay que hacer hasta lo imposible para desnudar las intenciones retrógradas e incivilizadas que se esconden detrás de los caramelitos de la disminución de la jornada laboral y de la repetida promesa del seguro social para todos.
La sana necesidad de desconectarse tendrá que esperar y dar paso a la responsabilidad de ocuparse para evitar la esclavitud.