¿Votar o no votar?
1.- Comparto la apreciación de que en política mandan las circunstancias y constituye un grave error tomar por estratégico – es decir: definitorio – lo que es meramente táctico. De allí mi acuerdo con quienes sostienen, en el ámbito de lo genérico y abstracto, que un hecho como la participación electoral, esto es: la decisión de votar o no votar en un proceso electoral dado es un asunto que debe ser comprendido y valorado en función de una estrategia política global, de largo plazo, vale decir: estratégica.
Dicho lo anterior y fiel al principio expresado, debe agregar que tampoco comparto la conversión de los procesos electorales en actos sacrosantos que un demócrata debe respetar sin importar las circunstancias, el contexto o las condiciones concretas en que se desarrollan. En determinadas circunstancias como las imperantes hoy en Venezuela, en que la política ha sido llevada al límite extremo del enfrentamiento mortal amigo-enemigo – siguiendo la lógica del fascismo, del nazismo y del socialismo revolucionario – el asunto adquiere otra connotación. La asimetría absoluta de los contendientes y la antinomia de los valores en juego empaña y oscurece la esencia del proceso electoral mismo. No sólo por la flagrante violación y manipulación por una de las partes de las reglas del juego y la imposibilidad de una auténtica medición electoral – se vota, pero no se elige -, sino por la calidad antagónica de las opciones. En democracia se vota por opciones inmanentes al sistema democrático mismo, por matices y diferencias, que aunque puedan ser sustanciales nunca son contradictorias y antinómicas. El suicidio colectivo, bien se sabe, no puede ser llevado al estrado de las decisiones públicas.
Si no se entiende la diferencia estratégica entre votar en el marco de una sociedad democrática a hacerlo en el de una sociedad en estado de excepción toda discusión entre quienes propugnan votar – a sabiendas del fraude y del engaño – y quienes se niegan a hacerlo se asemeja a una conversación entre sordos. Aún y cuando ambas partes estén convencidos de la buena fe y la honestidad de sus puntos de vista. Que en política y bajo determinadas circunstancias más valen los efectos que los principios. Si bien partimos del supuesto que entre votantes y abstencionistas prima entre nosotros el principio de la democracia sobre todo otro principio.
¿Cómo resolver el impasse entre abstencionistas y votantes visto y supuesto que ambos sectores comparten los sacrosantos principios democráticos – división de poderes, alternabilidad, límites y control de las autoridades, libertad e igualdad como base de los derechos ciudadanos – y se enfrentan a un régimen que no sólo ha violado todos esos principios de facto, sino que pretende, mediante el próximo proceso electoral, legitimarlos de iure?
¿Es legítimo y políticamente correcto aprobarle al enemigo – que procede según cánones criminales contra las más esenciales instituciones democráticas – el derecho a suprimirlas y, de paso, darle patente de corso constitucional para que nos prive de nuestros bienes y derechos, nos acorrale, nos persiga, nos encarcele y eventualmente hasta nos asesine?.
2.-
Sin pretender relativismo político alguno, debo confesar que respeto por igual a votantes y abstencionistas. Si bien considero que ese simple hecho: dividir las fuerzas opositoras en asunto tan crucial como la actitud y las acciones a asumir frente a procesos definitorios de su presente y su futuro atentan por igual contra unos y otros y favorecen la política de quienes pretenden terminar por cercenar todas nuestras libertades y llevar el país al abismo de la dictadura, la miseria y el retraso.
Considero asimismo que en la base de esa desunión suicida se encuentra la raíz de nuestros más graves males: un desacuerdo fundamental entre los distintos sectores democráticos sobre la caracterización del régimen, la táctica y la estrategia para enfrentarlo y, particularmente, sobre la definición de la sociedad a que aspiramos. Sin considerar las ambiciones partidistas o personalistas de quienes anteponen sus intereses por sobre los de la nación, todas esas diferencias han impedido la definición de una política opositora coherente y efectiva, han entorpecido la conformación de un liderazgo capaz de conducir nuestras luchas contra el totalitarismo y han frustrado las aspiraciones de quienes, a pesar de todos los pesares, representan no sólo a los sectores más conscientes, intelectualmente más preparados y moralmente más invulnerables de nuestra sociedad, sino muy probablemente cuantitativamente mayoritarios. Base primordial de la Venezuela moderna, próspera y globalizada a que consciente o inconscientemente todos los demócratas venezolanos aspiramos.
Tras ocho años de oposición – casi siempre desunida y fracturada – ante un régimen que no ha descansado un minuto en aplicar en bloque, de manera militarizada y bajo un liderazgo autocrático e incuestionable, con la más insólita maldad y la mayor inescrupulosidad conocida en nuestra historia política sus afanes totalitarios, no hemos logrado ponernos de acuerdo sobre ese carácter totalitario del chavismo, puesto sin embargo de manifiesto bajo esa forma tan descarada y escandalosa de apropiarse y ejercer el poder. Y, por lo mismo, no hemos sabido ni podido actuar en consonancia con las expectativas que un régimen de tales características hacía lógico anticipar.
Todas nuestras acciones han sido hasta ahora correctas, lógicas y naturales consideradas desde el punto de vista estrictamente democrático: desde marchar en aluviones nunca vistos en la historia de América Latina hasta ofrendar vidas en protestas de un civismo ejemplar; desde recurrir a huelgas y paros cívicos hasta declararnos en brazos caídos sacrificando nuestros empleos y nuestros bienes. Y desde luego: hemos participado en procesos electorales moviendo toda nuestra capacidad ciudadana y respetado los resultados sobre los que no hemos ejercido control ni auditoria alguna, sabiendo que lo hacíamos bajo las más ominosas e injustas disparidades, bajo el garrote de un Estado inescrupuloso, opresor y forajido y sin más medios que nuestros precarios derechos: opinar y emitir un voto. Todo ello, por cierto, de manera pacífica y respetando el marco constitucional imperante.
¿Cuáles han sido los resultados de tan admirables acciones? Bajo condiciones semejantes e incluso de infinita menor envergadura otros pueblos se han sacudido de autoridades y regímenes que lesionaban sus derechos. En Argentina, movilizaciones que jamás tuvieron ni el civismo ni la contundencia numérica de las nuestras sacaron del juego en pocas semanas nada más y nada menos que a cinco presientes. En Bolivia, acciones absolutamente golpistas, financiadas por nuestro gobierno, quitaron del medio a un presidente constitucional democráticamente electo y forzaron la renuncia de quienes pretendían restaurar el orden quebrantado.
¿Cuáles son las razones de esta dolorosa disparidad?
3.-
No faltan quienes reprueban el 11 de abril, el paro cívico y la abstención ciudadana del 4-D, además de otras acciones extremas intentadas por la sociedad civil prácticamente sin un liderazgo político organizado, considerándolos graves errores políticos. Quienes así lo señalan olvidan o pretenden olvidar que cualquier mal gobierno democrático no hubiera soportado la presión de dichas acciones y hubiera dado paso a una inmediata regeneración del tejido político y social. Cualquier presidente democrático con una mínima decencia y sentido cívico – como fuera el caso del comportamiento ejemplar de Carlos Andrés Pérez – hubiera reconocido la gravedad histórica del momento y dado paso a la solución constitucional, democrática, electoral de la crisis.
Es más: quienes reprueban y desconocen el valor político de dichas acciones se engañan de una manera insoslayable: creen, posiblemente de buena fe, que de no haber mediado el 11 de abril, el paro cívico, la Plaza Altamira y el abstencionismo del 4-D todo hubiera fluido según nuestra tradición política. Chávez se hubiera desinflado por el peso de sus propios errores. Ya estaríamos bajo un nuevo gobierno electo en comicios justos y transparentes. PDVSA seguiría dirigida por los principios de la meritocracia y la gente del petróleo estaría en sus puestos. La asamblea sería democrática y multicolor. Y el CNE sería un organismo imparcial. En otras palabras: la constitución de 1999 hubiera mostrado y demostrado todas sus virtudes.
Grave y cruel autoengaño. Pasan por alto un hecho garrafal: Chávez es medular, intrínseca, esencialmente golpista, caudillesco y totalitario desde sus más lejanos orígenes políticos y militares. Y nadie puede invocar el engaño como justificativo de su adhesión: todos los que lo eligieron estaban perfectamente enterados de esa su naturaleza. Así se travistiera por razones tácticas de contendiente democrático y optara por participar en las elecciones de 1998. Siguiendo, por cierto el guión de Hitler, que ante el fracaso de su golpe de Estado de 1923 decidió jugar “limpio”. Quienes hoy lo respaldan comparten esa atrofiada naturaleza espiritual, psicológica y política. De allí la gravedad del mal que nos asiste y la tremenda, la casi insuperable dificultad de combatirlo y superarlo. Venezuela está grave, mortalmente enferma. Chávez llegó para quedarse, aplastar la democracia y erigir un régimen totalitario. Todo lo demás es cuento.
Es en este contexto y consciente de esta circunstancia extrema que la ciudadanía debe considerar su participación electoral frente a un intento absolutamente inconstitucional como la asfixia de nuestros principios democráticos mediante un aberrante fraude constitucional. En función de esta situación extrema es que nuestra valerosa y consciente sociedad civil debe demandar del liderazgo político partidista, comunitario y social se una tras una estrategia de combate contra el totalitarismo. Inicie una cruzada de concientización sobre la gravedad del momento y la naturaleza totalitaria del fraude constitucional y acuerde la política a seguir el 9 de diciembre – abstención o participación – en función de las acciones futuras a desarrollar. Que debieran constituir una bitácora obligatoria para todos los convocantes.
Pues no se trata de agotar nuestra acciones extendiéndole un cheque en blanco al liderazgo ocasional para que luego de obtenido nuestro masivo respaldo ciudadano incumpla sus sagrados compromisos de enfrentarse al totalitarismo – como ya ha sucedido -, sino de crear de una vez por todas un frente unitario que lo combata ahora y siempre, exitosamente. La lucha por la democracia es un compromiso sagrado que no termina el 9-D. Puede que entonces recién comience.
Entonces sonará la hora de la verdad.