¿Qué hacemos?
Apenas unos pocos años nos separan de los tiempos que consideramos de alta tensión política, cuando se llevaba a efecto el paro cívico de 2002. A partir de allí los desmanes sucedidos, uno tras otro, nos han hecho pensar que todo lo que materialmente podía pasar en Venezuela en materia de violación a los Derechos Humanos ya había pasado, Sin embargo, los acontecimientos que nos hacen pensar que la democracia en Venezuela no es sino una página pasada en algún texto de Historia Antigua.
A consecuencia de lo anterior, ahora, sobre de los artículos de la Constitución Nacional que han sido reformados a lo largo de estas últimas semanas se escuchan numerosos análisis y manifestaciones de preocupación de parte de los distintos sectores del país. Como en otras ocasiones, la pregunta es la misma: ¿Qué hacemos? Esa interrogante se apodera de la cotidianidad del venezolano preocupado por la vida que está llevando en un país convulsionado donde la capacidad de asombro, el miedo ante la inseguridad y el martirio del tráfico automotor amargan la vida del más santo.
Dentro de ése ‘qué hacer’, hay varias posiciones que han sido tomadas al respecto. En el sector opositor algunos prefieren no ver las noticias porque arguyen que no hay nada bueno de qué enterarse y quizás el mantenerse al margen de los acontecimientos les elimina el estrés. Otros argumentan que el actual gobierno es una dictadura y como tal, no hay nada que hacer, por lo tanto optan por conformarse y vivir como sea posible sin ‘meterse con el gobierno’. Todo esto se encuentra en un conjunto que no encuentra solución y se siente inerme. Por otra parte, un sector político de la sociedad civil que se encuentra activo, hace resistencia de calle y a pesar de que la convocatoria no parece muy numerosa insiste en mantenerse firme en su posición anti-Chávez.
A mi parecer, en este momento el problema no es si vemos el noticiero o manifestamos en la calle, lo capital, lo trascendental para el futuro del país hoy, es que la sociedad experimenta una división en relación a la disposición a votar o no, este próximo mes de diciembre, para aprobar o rechazar las reformas efectuadas a la Constitución.
¿Qué hacemos? La respuesta parece encontrarse en la única herramienta que ofrece el sistema democrático, creamos en la imparcialidad del CNE o no. ¿Por qué? Pues sencillamente porque no hacer nada no cambia las cosas y la gran mayoría de los que se aíslan sumados a los pesimistas también quieren un cambio. El no votar por no creer, tampoco daría un cambio de rumbo y, como muestra, tenemos el resultado que dio la abstención cuando las elecciones parlamentarias: Una Asamblea monocolor que actúa con plena libertad para hacer lo que el presidente ordena sin oposición de ningún tipo, lo que no ha traído sino más abusos de parte del gobierno.
Así las cosas, la única opción es votar y votar por el NO. Rotundo, tajante y firme. E invitar a todo el mundo a votar. Olvidarnos de la discusión bizantina sobre si las condiciones están dadas o no. Lo que debe hacerse es una campaña y apretar el acelerador para enseñar a todo el mundo las razones por las cuales el NO debe ser la opción. Sin mezquindades. Olvidar las posiciones asumidas en el pasado que no nos han traído buenos dividendos.
Insisto, si una gran mayoría, indiscutible, imbatible y convencida vota por el NO, no habría ni de lejos posibilidades de que una trampa pudiese ser hecha. Eso sí, para ello hay que doblar, triplicar, cuadruplicar la cantidad de votantes que los simpatizantes del gobierno tienen.
Este ‘qué hacer’ a mi manera de ver, es la única solución democrática, pacífica y constitucional. Y por lo pronto la vía posible para conservar la paz. De aparecer otra, que Dios nos agarre confesados.