Solidaridad internacional, ¿con qué se come eso?
Un estimado colega venezolano me preguntó mi opinión acerca de la escasa solidaridad internacional que reciben los demócratas de su país. Mi primera reacción fue responder con el argumento de que nadie quiere tener problemas con un país productor de petróleo, razón que explicaría por qué los escasos disidentes que aparecen en Arabia Saudita también quedan a merced de torturadores sin que nadie diga nada en contra. La respuesta, así pensé después, no era correcta del todo.
Ha habido ejemplos en los cuales demócratas de países sin recursos estratégicos tampoco han recibido la solidaridad internacional que ellos reclaman. Así he podido comprobar que la solidaridad internacional lejos de ser una regla es más bien la excepción. Cuando determinados gobiernos la otorgan no es por altruismo sino por intereses muy concretos.
Incluso en situaciones límites la solidaridad internacional con pueblos amenazados por dictaduras tarda en aparecer. Basta recordar que Francia e Inglaterra reaccionaron en contra de Hitler recién cuando este invadió a Polonia, en 1939. Durante 1938 la Alemania nazi se había apoderado de Austria, los Sudetes y Checoslovaquia y las democracias europeas solo atinaban a manifestar su “preocupación”. Recordemos también que EE UU entró a participar en la guerra como reacción al ataque japonés a Perl Harbor, en 1941, y solo después que Hitler les declarara la guerra.
No fue muy diferente durante la Guerra Fría. Después que Truman impidiera a Stalin anexar Grecia y Turquía (1947), las potencias trasladaron sus conflictos al sur asiático. Pero los disidentes en los países comunistas europeos nunca contaron con el apoyo de Occidente. Kissinger durante los años setenta llegó incluso a pronunciarse en contra de disidentes rusos, polacos y checos pues, según su geopolítica, ellos alteraban el equilibrio mundial. Ni Valesa ni Havel recibieron mucha solidaridad occidental. Solo Carter, al hacer de los derechos humanos su doctrina, se atrevió a tomar cierto contacto con la resistencia anticomunista de Europa del Este.
A la inversa, el Chile de la UP no contó ni siquiera con el apoyo de la URSS cuyos jerarcas se negaron a otorgar ayuda crediticia a Allende. Más aún: la URSS intensificó relaciones políticas y económicas con la Argentina del dictador Videla, no importando la cantidad de socialistas argentinos que este masacraba.
La historia continúa. Cuando los rebeldes sirios pidieron ayuda a Europa (2011), esta les fue negada y hoy el país se lo reparten entre ISIS y el dictador Asad. Con Ucrania ocurre lo mismo. Tímidas sanciones económicas son solo actitudes formales pero no una política de solidaridad. Putin, después que conversa con esos gobernantes europeos que intentan usar la diplomacia para que saque sus garras de Ucrania, debe morirse de la risa.
Lo único que puede frenar a Putin en Ucrania (y después en el Báltico y tal vez en Polonia) es la integración plena de Ucrania en la UE. Pero aparte de el de Polonia no hay ningún gobierno europeo que se atreva a dar ese paso.
Podemos entonces deducir que la solidaridad de un gobierno con causas democráticas de otras naciones solo se da si ese gobierno es parte real de ese conflicto, si se siente amenazado, o si puede profitar con la caída de un régimen. Los estados de la tierra, no solo los latinoamericanos, son egoístas. En ningún caso prestarán solidaridad a causas ajenas si eso significa correr el riesgo de aumentar sus problemas políticos internos.
No obstante, bajo determinadas condiciones puede ser posible que algunos gobiernos apoyen luchas en otros países por afinidades ideológicas. Recuerdo por ejemplo cuando un amigo argentino me preguntó, allá por los años setenta, ¿por qué los chilenos reciben más solidaridad europea que nosotros, si en estos momentos ambos estamos padeciendo persecuciones de muy similares dictaduras? Mi respuesta fue espontánea: “Porque en toda Europa no hay ningún partido peronista. En cambio los chilenos tenemos partidos socialistas, comunistas y social cristianos, es decir, mantenemos una cierta afinidad política con Europa que ustedes no mantienen”. La solidaridad, si se da, es con conocidos, no con desconocidos.
Es el mismo problema que ocurre hoy con Venezuela. Cada vez que he dictado aquí (Alemania) una conferencia sobre ese país y nombro a partidos como PJ, UNT, VP, el público me queda mirando como si me refiriera a grupos étnicos del planeta Marte. Distinto es el caso de los gobiernos latinoamericanos los cuales, se supone, están enterados de lo que acontece en la política venezolana.
Pero veamos ¿cuáles son los gobiernos que han manifestado “preocupación” por las continuas violaciones a los derechos humanos, secuestros, torturas y asesinatos que comete el régimen de Maduro? Muy pocos. La mayoría mira hacia otro lado. Por supuesto, nadie va a esperar que Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia y Argentina cuyos autoritarios gobiernos comparten con el venezolano muchas características, digan una sola palabra. Hay también otros que manifiestan cierta “preocupación”. La reacción del gobierno colombiano era de esperarse pues Santos no quiere regalar el tema venezolano al uribismo. De los demás países solo importa la posición de Uruguay cuyo gobernante se encuentra en estado de retiro, la de Brasil donde Rousseff después de múltiples casos de corrupción yace en el último peldaño de la popularidad, y la de Chile donde Bachelet, además de vivir en condiciones similares a las de Rousseff, gobierna sobre una coalición muy dividida.
Todo indica entonces que los demócratas venezolanos –aparte de una u otra declaración de los EE UU- no deberán contar con mucho apoyo internacional en su lucha en contra del régimen de Maduro. Tendrán que arreglárselas -como ocurrió con Solidarnosc y con Carta 77 en Europa- con sus propios medios. Por muy pocos que estos sean.
Hubo una tímida referencia solidaria, cuando John Fitzgerald Kennedy dijo en Alemania (Ich bin ein berliner, algo así, soy pésimo para ese idioma) «Yo soy un berlinés», y ya más cerca del colapso endógeno de la URSS, Ronald Reagan, a un lado del oprobioso Muro, pronunció su célebre frase, dirigida a «Mister Gorvachov, Tear down this wall».
Aunque ya no son los dos pilares primordiales del bipartidismo, AD y COPEI aún sobreviven -con menos militantes, pero significativa actividad- coexistiendo con un rosario de nuevos partidos (algunos surgidos de los dos principales mencionados, son como un remake de los originales), y AD-COPEI tuvieron importante figuración en la Socialdemocracia y en la Democracia Cristiana europeas, que deberían mostrar alguna solidaridad por sus colegas en desgracia.
Con Lula, Mujica, Bachelet y Dilma (estas dos seriamente involucradas en escándalos de Corrupción, la chilena obligada a no intervenir en el caso que señala a su hijo y a su nuera), ocurre que tienen viejas Hipotecas ideológicas con el estalinismo tradicional, lo que los obliga a portarse bien en sus respectivos países, donde las leyes y la autonomía de los poderes no les permiten cometer los excesos y anacronismos que aplauden con entusiasmo y complicidad en Cuba y en Venezuela, países donde se convierten en «pioneritos» y regresan a sus raíces, con la disciplina del Foro de Sao Paulo y el culto a Fidel, al rojo vivo.