Alemania y Francia ven con asombro cómo desde el sur, las islas y el norte se han adaptado mejor
La Europa periférica
El mapa político europeo no sólo se ha movido hacia el centroizquierda, sino que se ha instalado en la incertidumbre. La superficie tiene un nuevo perfil en Inglaterra y en Francia, mientras que en Alemania la gigantesca figura de Helmut Kohl se enfrenta a turbulencias provocadas por sus trifulcas con el Bundesbank y la resistencia de los alemanes a subirse al diseño europeo del canciller federal.
Pero lo más interesante será detectar en las próximas semanas y meses por qué y cómo se ha producido este movimiento profundo de tierras en los países que inventaron e impulsaron el proyecto de la unión monetaria. Las explicaciones deben ser muchas. Se ha hablado del distanciamiento entre gobernantes y gobernados, entre las ideas de unos cuantos políticos muy curtidos y las percepciones que llegan a las opiniones públicas y a los intereses de las gentes.
Se ha llegado a pensar que la unión monetaria, por sí sola, resolvería muchos de los problemas estructurales que padece una Europa que acusa la fatiga y la carga de modelos que han dado grandes resultados en los últimos cincuenta años, pero que no han sido sometidos a renovación. El euro, lo recordaba el ex canciller Helmut Schmidt anteayer, sólo contribuirá a crear empleo a largo plazo. El proceso de unidad europea –económica, política y monetaria– no se ha inventado para resolver problemas concretos como el paro, sino como una necesidad estratégica de Europa para mantener su relevancia política y económica en el mundo. Quien destruya el euro, según Schmidt, no hará sino multiplicar los problemas de todo orden.
La visión global y generalista debe complementarse con la de lo cotidiano y concreto. La estrategia que diseñaron Kohl y Mitterrand, en términos de guerra o paz en el próximo siglo, en palabras del canciller alemán, sólo es viable si es compartida por la gran mayoría de los ciudadanos. Y lo que se detecta en los dos países más importantes de la Unión –Francia y Alemania– es un cierto miedo, una resistencia a dar un salto de dimensiones macroeconómicas sin la seguridad de la red protectora.
El caso es que ni la Francia que ahora gobierna Jospin ni la Alemania que todavía lidera Kohl son los indicadores apropiados, los modelos económicos, que dinamizan el proceso de cambio en Europa. A juzgar por el último informe semestral de la OCDE, son más bien indicadores que añaden un cierto lastre.
Lo que debía ser el núcleo duro, la primera velocidad, la locomotora de la nueva Europa, es en estos momentos el freno hasta el punto de que podría retrasarse el calendario de Maastricht con catastróficas consecuencias para todos.
La quebrada salud económica y la incertidumbre política de los dos grandes no se corresponde con las evidencias de la vitalidad que la Europa periférica, la más pequeña y menos decisiva, está demostrando. Empezando por la Europa insular, cabe detenerse en la extraordinaria experiencia irlandesa, que seguramente es la más beneficiada en todos los sentidos de su incorporación a la Unión. En Gran Bretaña, tras calmarse las aguas después del terremoto electoral del primero de mayo, se vive el cambio con un gran optimismo y con la seguridad de que Blair será un antídoto a las dudas y al cansancio de los conservadores.
Las lecciones que nos vienen de Holanda, con un paro de un 6,7 por ciento, indican que la sociedad está dispuesta a aceptar reformas estructurales siempre que produzcan resultados. Algo parecido puede decirse de Dinamarca, que ha adoptado una flexibilidad en todos los campos que no se encuentra en Francia y Alemania. Incluso la socialdemocracia sueca –modelo sobredimensionado de gasto público– ha reducido sustancialmente su déficit al 3 por ciento y se ha permitido el lujo de decir no a la unión monetaria.
Portugal está en esta línea y de España es del todo evidente su adaptación.
Hasta Italia ha hecho un esfuerzo descomunal. ¿No será que desde la periferia se está ofreciendo la solución? El problema es que si Francia y Alemania no están al frente, el experimento puede fracasar.
La Vanguardia sabado 14 junio de 1997