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Tercera: Veinte años después

Conviene recordar los detalles exactos. El 15 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones democráticas en España desde 1936. Han pasado veinte años. La memoria es flaca, y además innumerables españoles son lo bastante jóvenes para no haber vivido aquella fecha, o no con pleno conocimiento.

El 20 de noviembre de 1975 murió Franco. El día 22, de acuerdo con la legalidad vigente, fue proclamado Rey Don Juan Carlos I. Su legitimidad vendría después: la democrática, hace veinte años justos; la dinástica, el día de la renuncia de todos sus derechos por su padre Don Juan de Borbón. El nuevo Rey tuvo desde el principio una importante legitimidad: la de intención, al declararse Rey de todos los españolesª, sin distinciones ni privilegios, es decir, al rechazar las consecuencias de la discordia iniciada en 1936 y nunca plenamente superada.

Algunos grupos políticos iniciaron desde el primer momento una inmensa falsedad: la de que el régimen imperante había sido derrotadoª; la verdad evidente es que se extinguió por la muerte de su titular, y su final no fue adelantado ni una hora.

El Rey, desde los primeros momentos, puso en marcha la liberalizaciónª de España: hubo libertad de expresión, de asociación, de constitución de partidos políticos, regreso de los exiliados, sin persecución ni exclusión de los que habían ejercido el poder. En España había innumerables opiniones privadas, pero desde hacía cuarenta años no había opinión públicaª, que es la políticamente operante. ésta se fue formando, lentamente al principio, aceleradamente desde el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno.

El primer paso fue la aprobación de la ley de Reforma Política, que abría paso a la instauración de la democracia; fue sometida a referéndum, con la oposición del partido socialista, del comunista y de algunos grupos más, que pedían que no se votara; la votación se realizó, con abrumadora mayoría positiva, y el proceso democratizador se puso en marcha.

Los partidos brotaron como hongos ñsi no recuerdo mal, unos doscientosñ; el año y medio de liberalismo sin democracia hizo posible que las elecciones fuesen libres, responsables, pacíficas, razonables. Se hicieron con una ley electoral de listas cerradas y bloqueadasª, justificada en el primer momento para que se realizara la poda de los partidos irrisorios, pero cuyo mantenimiento posterior ha sido funesto ñlo advertí entoncesñ, porque permite las fijacionesª en el automatismo de los partidos, elimina la personalidad de las decisiones e impide descartar a los candidatos indeseables.

El 15 de junio, hace veinte años, voté por primera vez en mi vida: cuando se votaba no tenía la edad, y cuando la tuve no se votaba. Las elecciones fueron una fiesta de alegría, concordia, buen humor, esperanza. Se tenía la impresión de empezar una etapa nueva llena de promesas. Se estaba realizando lo que llamé la devolución de Españaª, que estaba siendo puesta de nuevo en nuestras manosª.

Acababa de volver de ejercer mi derecho electoral cuando me llamó por teléfono el Rey, para pedirme que aceptara la designación como senador, en la lista de cuarenta y uno que iba a hacer pública. Le di las gracias, pero le indiqué que no tenía ni méritos ni vocación para ello, que otras personas eran adecuadas para ello. El Rey me dijo que opinaba lo contrario, que necesitaba tenerme en ese puesto, y no pude hacer otra cosa que aceptar, con tanta gratitud como resistencia. Debo decir que el Rey tuvo tal delicadeza, tal respeto a nuestra independencia, que nunca nos hizo la menor indicación, ni siquiera expresó cuál podría ser su deseo. Recuerdo que en el Senado, a una impertinencia, contesté: Nos llamamos senadores reales porque tenemos realidad y votamos lo que nos da la real gana y no lo que nos mandanª.

El día 22 de junio se reunieron por primera vez las Cortes, Congreso y Senado juntamente. Cuando entraron los Reyes para su inauguración, todos los asistentes, puestos de pie, los aplaudieron efusivamente, sin más excepción que el partido socialista, que permaneció inmóvil y en silencio.

Había empezado a funcionar la democracia. Por primera vez en mi vida me sentí cómodo en la vida pública española. En año y medio se realizó una profunda transformación del Estado, sin vidrios rotos, sin exclusiones de nadie, sin que se ofendiera, humillara o amenazara a nadie. El que esto fuera posible me pareció de incomparable valor, y autorizaba todas las esperanzas. La palabra más usada era consensoª, y no se la pronunciaba en vano: el Poder pretendía contar con todos, asociar al país entero a sus decisiones. Los problemas eran muchos, las fricciones no faltaron, pero imperó un espíritu de concordia, de ejercicio civilizado del poder, sin la menor prepotencia, con una elegancia que me parece deseable y que tantas veces habíamos de echar de menos.

Al terminar la redacción y aprobación de la Constitución, la oposición dijo que, al no haberse elegido las Cortes como Constituyentes, Adolfo Suárez iba a aprovecharlo para continuar con ellas: las disolvió el primer día que legalmente era posible. Yo me sentí liberado: me había parecido interesante ver la transformación del Estado desde dentroª y participar mínimamente en ella, pero no deseaba la permanencia en el Senado ni ninguna otra intervención en la política.

En estos veinte años han sucedido en España y en el mundo muchas cosas. Ha habido cambios de actitud y de resultados. En las elecciones que siguieron a las que estamos recordando, las de 1979, Adolfo Suárez obtuvo más votos y más escaños que en las primeras. Después, los asuntos públicos siguieron diferentes derroteros; pero lo decisivo es que se había establecido el marco de la convivencia, con garantías de derecho, libertades que se podían atenuar pero no suprimir; y, principalmente, cauces legales de rectificación.

Ésta es la herencia de aquellas elecciones que cumplen veinte años; si se hubiese mantenido escrupulosa fidelidad a su espíritu, nos habríamos ahorrado no pocos quebrantos. Yo las veo como un compromiso.


© Prensa Española S.A. A.B.C.

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