Simón Bolívar, el negro
«El bolivarianismo es un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y, por ello mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana.» Así definió el bolivarianismo el desaparecido Luis Castro Leiva, historiador venezolano de las ideas. En el mismo ensayo, publicado hace ya más de una década, Castro Leiva explica cómo la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos hemos sido capaces de discurrir en casi dos siglos de vida independiente. Esa «filosofía» no es, concluye Castro Leiva, más que una perversa «escatología ambigua» que sólo ha servido para alentar el uso político del pasado. Castro Leiva escribía esto en un tiempo en que el culto a Bolívar era todavía en Venezuela patrimonio del autoritarismo conservador y militarista. Desde la instauración de la teología bolivariana por el dictador Antonio Guzmán Blanco, el culto había servido para apuntalar nuestros muchos cesarismos, ya fuesen bárbaros o ilustrados. Pero la superchería más perversa es la que procura hacer valer hoy una especie de linaje revolucionario implícito en la consigna «terminamos la obra comenzada por el Libertador». Tal es el caso de los chavistas, que «terminan lo que Bolívar dejó inconcluso», sea lo que fuere lo que dejó inconcluso. Fraudulenta ceremonia de validación moral, mera ambición de hegemonía política disfrazada de inescapable, hegeliana «razón histórica». Es posible, sin embargo, que esté yo haciendo lucir demasiado fácil algo en verdad bastante más complejo. De cómo el bolivarianismo llegó a ser cosa «de izquierdas» es algo que merece tratamiento aparte. Largo y muy circunstanciado, por cierto. Y no es ése el asunto de estas notas que aspiran sólo a poner de bulto los extravíos de que, bajo la égida de Chávez, ha sido capaz el renovado culto bolivariano. Para comenzar, sépase que según el nuevo culto, Simón Bolívar era negro. Probablemente no haya en la historia de las repúblicas hispanoamericanas una vida tan minuciosamente documentada como la de Bolívar, y todo nos dice que el Libertador nació en noble cuna, vástago de una familia muy principal de criollos blancos: era, pues, un español de América. En su schmittiano propósito de trazar una línea infranqueable que hiciera del mero adversario político un enemigo a muerte, el bolivarianismo de Chávez se topó con un problema de no poca monta: Bolívar fue un espécimen resplandeciente de la odiada oligarquía blanca que, según el chavismo, aún hoy pugna tercamente por oponerse a los cambios que la América indígena, subalterna y excluida reclama. Imbuido quizá de las novísimas ortodoxias «progresistas» que animan los departamentos de estudios multiculturales en algunas universidades gringas, Chávez en persona dio, hace ya tiempo, en propalar la vergonzosa verdad que, desde 1783, desde la familia Bolívar hasta el mismísimo John Lynch, pretendieron ocultar sin éxito, como en un culebrón que hubiese durado 200 años: Bolívar era negro. El hijo de una esclava. De allí su conexión emocional con los demás negros, mulatos, zambos, cuarterones, y en general toda la mestiza gente de «color quebrado». Para mejor anclar la superchería, se ha designado la pequeña población de Capaya, en la Costa de Barlovento. Durante el siglo XVIII, Barlovento fue región cacaotera y está hoy habitada por descendientes de la antigua población esclava. La leyenda que se ha echado a andar afirma que en una hacienda cercana, propiedad de los Bolívar, había nacido de madre negra el Libertador. Don Salvador de Madariaga habría agradecido que alguien le hubiera dado semejante pista. Antes de partir hacia la cumbre de la OPEP, Chávez tronó otra revelación: el protosocialista Bolívar había sido asesinado por la ubicua y siempre proterva oligarquía. Tomada como hipótesis, es forzoso convenir que la del asesinato está mucho más acorde con el culto bolivariano. Por muy romántica que durante una época haya sido la muerte por consunción tísica, el culto reclama una muerte más cesarista: una exitosa conspiración para asesinarlo es lo adecuado. Es el filón que Shakespeare vio en la muerte de Julio César cuando leyó a Tácito. Pero aunque las circunstancias de su muerte sugieran a Chávez las del lento envenenamiento con arsénico de que, presuntamente, fue víctima Napoleón en Santa Helena, su «hipótesis» tiene serios defectos. Los testigos, hasta donde sabemos, no eran carceleros peninsulares ni esbirros realistas locales, sino un puñado de familiares y leales compañeros de armas. Entre ellos habría estado el asesino. Con todo, el argumento luce ideal para la Villa del Cine, especie de Cinecittá creada y financiada a altísimos costos por el petrogobierno chavista, que ya ha producido dos dispendiosas y groseras desfiguraciones de hechos históricos, remotos y cercanos. Una de estas superproducciones de estreno reciente, la «biografía» del prócer independentista Francisco de Miranda, escamotea sin vacilaciones un vergonzoso e incontrovertible pasaje de la vida de Bolívar: la entrega que éste hizo de Miranda, a la sazón generalísimo de los ejércitos republicanos, a las autoridades españolas, a cambio de salvar la vida y de un pasaporte, tras la derrota de la Primera República, en 1812. La Villa del Cine no está desprovista de recursos: en mayo pasado, anunció que había otorgado al actor estadounidense Danny Glover un presupuesto de más de 12 millones de euros para el rodaje de la biografía de Toussaint Louverture (1743-1803), figura destacada de la independencia haitiana. Un guionista dúctil, dispuesto a escribir el guión de El asesinato de Bolívar por cuenta de la Villa del Cine, podría contar dentro de poco con la asesoría del Centro Nacional de la Historia, creado en octubre de 2007, con un presupuesto inicial que rebasa los 600.000 euros. El decreto fundador describe su misión como la de «preservar la memoria colectiva del pueblo» y hace del CNH el «organismo rector de las políticas y acciones en lo concerniente a la historia nacional». El CNH está adscripto al ministro del Poder Popular para la Cultura, Francisco «Farruco» Sesto. Se me ocurre que en la secuencia inicial, el médico francés Próspero Reverend, caracterizado por Gerard Depardieu -para eso y más alcanza el presupuesto de Farruco Productions-, se derrumba y confiesa que en lugar de jarabe de tolú le había administrado arsénico al Libertador, dando así pie al largo flashback que sería toda la película. Mi propuesta preserva para Danny Glover el papel estelar: el de Simón Bolívar, que, como ahora sabemos, nació en Capaya y era negro, o por decirlo con más correción política: afrodescendiente. Ah, y murió asesinado…