El pasado que devora al futuro
He cumplido la hazaña de leerme las casi seiscientas páginas de El capital en el siglo veintiuno de Thomas Piketty, a quien un día de tantos veremos en la lista de los premios Nobel de economía. Y lo he hecho como si se tratara de una carrera a campo traviesa, cogiendo a veces el segundo aire cuando las cuestas me parecían más empinadas, y disfrutando de las travesías a campo llano.
Proponerse la lectura de un tratado de economía de semejante peso y grosor, puede parecer arduo para un novelista que mejor se deja seducir por lo que tienen de entretenido los caminos de la imaginación. Pero, emprendida la tarea, uno se da cuenta de que Piketty no es árido, ni aburrido, y cuenta los fenómenos de la economía en su relación con la historia de la humanidad, como si de verdad se tratara de una novela donde, como en Guerra y Paz de Tolstoi, uno entiende que los fenómenos sociales y económicos no son más que las expresiones colectivas de las vidas de los seres humanos.
De todos modos, siento la felicidad de haber cumplido con una hazaña de cuya consecución desconfiaba, igual que cuando me metí hace años a leer Historia del tiempo, de Stephen Hawking. Empecé creyendo que no iba a entender nada, y terminé fascinado al sentir que no había encontrado ninguna respuesta acerca del hacia dónde vamos y de dónde venimos, que ya se planteaba Darío, pero que mi cabeza se había llenado de más preguntas, que es lo que logra todo buen libro, y que me quedaba metido dentro de los hoyos negros del universo, quizás lo que Hawking se proponía con sus lectores profanos: multiplicar las angustias acerca de la existencia.
Pero vuelvo a Piketty, con quien coincidí en la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y que más que un profesor de la Escuela de Ciencias Económicas de París parece un estudiante de sus aulas, más cómodo en sus jeans desteñidos que vestido de saco y corbata: entre las cosas que me atraen de él, es que a menudo acude a los novelistas clásicos, y contaminado por la literatura, la convierte en parte esencial de sus explicaciones económicas.
A comienzos del siglo diecinueve, antes de que la revolución industrial trastocara todo el panorama, para vivir como rico en la ciudad, o al menos holgadamente, era necesario poseer rentas suficientes, que dependían de la cantidad de tierras cultivables de que se fuera dueño, o de tener títulos bancarios. De modo que si queremos entender cómo funcionaba la economía entonces, una lectura de Papa Goriot de Honoré de Balzac, o de Mansfield Park de Jane Austen, nos darán claves suficientes.
No es que en sus diálogos Eugenio de Rastignac y la baronesa de Nuncigen, personajes de Papa Goriot, en lugar de temas amorosos discutan acerca de las teorías de la relación entre beneficios y salarios de David Ricardo, o de las tesis del crecimiento de la población de Malthus. Pero en el relato percibimos cómo los mecanismos económicos mueven las vidas de los personajes, y determinan su riqueza o su ruina. No sólo en esta novela, sino en todas las que forman el gran lienzo de La Comedia Humana.
Lo que fascina a Piketty es que Balzac da por supuesto que el lector de su tiempo entiende de que le está hablando cuando dice que un personaje dispone de tantos miles de francos como renta anual. De allí se puede deducir si se trata de un pobre diablo con disposición de arribista, o de una muchacha soltera que es un buen partido, o se quedará para vestir santos porque no tiene dote. Y cuando Jane Austen cuenta que Sir Thomas, uno de sus personajes de Mansfield Park, tiene plantaciones en las Antillas, hacia las que tiene que ausentarse periódicamente para vigilarlas, y lo que esas plantaciones representan en rentas para él, la novelista, sin ningún propósito didáctico, nos está explicando los entresijos de la economía colonial de Inglaterra, en los comienzos de su auge.
Y Austen, tanto en Sentido y sensibilidad, como en Persuasión, dos de sus novelas más populares, se ocupa de las injustas consecuencias del mayorazgo, esa institución de resabios feudales mediante la cual se despojaba de la herencia a los demás hijos en favor del primogénito varón, para que la propiedad no se fragmentara; y la novelista sabía de qué hablaba, porque tanto ella como su hermana, desheredadas de esta manera, y sin dote que ofrecer, se quedaron solteronas, recuerda Piketty.
Al contrario, dos siglos después, un novelista como Orhan Pamuk, ya no tendrá que ocuparse de entrar en detalles sobre las rentas para explicar las vidas de sus personajes, pues el mundo ha cambiado. La riqueza ya no depende ser terrateniente, sino de otras formas más complejas de formación de los capitales. En las novelas de Pamuk, ambientadas en Estambul de los años setenta, en un período durante el cual la inflación ha vuelto ambiguo el sentido del dinero, dice Piketty, se omite la mención de cualquier suma específica.
Esta conexión fascinante entre economía y literatura, nos enseña que el autor de El capital en el siglo veintiuno no es un frío analista de cifras, sino un humanista que utiliza la economía para explicar el fenómeno de la desigualdad, que ha acompañado a lo largo de los siglos la historia de la humanidad. Es lo que está ya en las novelas de Balzac y Austen, visto desde la ficción encarnada en la realidad.
Porque este es un libro sobre la desigualdad social, causada por la acumulación desmedida de capital, cuando alcanza cotas muy por encima de las tasas de crecimiento económico; abismo que, según Picketty, amenaza con ser catastróficamente mayor en el siglo veintiuno, si no hay políticas públicas, sobre todo políticas fiscales, que intervengan para cerrarlo. Volveríamos al reinado de los voraces rentistas, dice. El pasado, que devorará al futuro.
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Interesante, aunque no menciona el detalle importante del idioma en que está editado el libro de Picketty que leyó (y nos invita a leer, indirectamente).