La meditación funcionarial
En diciembre próximo pasado, el ministro en funciones de Información publicó un curioso artículo en un diario de circulación nacional llamando la atención en torno al tradicional carácter anticomunista del Estado venezolano. Tamaña observación, quizá huérfano de temas en virtud de su agitada agenda de actividades, sirvió para justificar la derrota referendaria y también enunciar un propósito doctrinario de desmontaje, como si el Estado no hubiese sufrido las lesiones propias del inmisericorde y confuso bombardeo propagandístico que lo ha indigestado en los últimos años.
En efecto, no ha habido una sobria y coherente mirada del oficialismo respecto a sí mismo, intentando ocultar por siempre la naturaleza de un proyecto político de carácter totalitario que tuvo la amabilidad de asomar con la propuesta de reforma constitucional. Luce cómodo y simplista el expediente de acusar de anticomunista a un Estado que, además de combatir obviamente la insurrección marxista de los sesenta, construyéndose los referentes del caso, sintió y procesó una pluralidad de perspectivas que no lo hacen o hicieron el clásico Estado Liberal Burgués, sino el Estado Social y Democrático de Derecho que algunas diferencias tiene por modestas que sean o puedan ser.
Tememos que, detrás de la observación comentada, hay dos o tres intenciones y realidades necesarias de abordar en el debate de los días venideros. Y no para quedarnos en ellas, retrocediendo nuevamente en el ámbito de las ideas, sino para liquidar esa suerte de estereotipos que impiden asumir otros retos ideológicos.
De un lado, está la pretensión de acomplejar a aquellos que no estamos de acuerdo con la versión totalitaria del marxismo, como si fuese un delito definirnos como anticomunistas. Al respecto, pretenden meternos a todos en el mismo saco de la reacción, cuales epígonos de un orden mil veces superados; desconocer el hecho histórico del fracaso del socialismo real, repudiando la existencia de una pluralidad de versiones marxistas que los socialcristianos miramos y meditamos atentamente; e ignorar que el desacuerdo con el comunismo significa aceptar igualmente una variedad de opciones animadas por el genuino deseo de realizar la justicia social en un país mejor.
Valdría la pena que el ministro leyera, por ejemplo, a Luis Cipriano Rodríguez, historiador al que respetamos, quien trabajó una interesante catalogación de los anticomunismos (y anticomunistas en Venezuela). Por lo pronto, lo que ensaya una vieja descalificación de los adversarios, capaz de concitar las simpatías de sus compañeros de causa, asegurándose un maniqueo foetazo propagandístico como todavía estuviera en pié la III Internacional.
De otro lado, apuntamos a una pobreza de pareceres que hacen la realidad del gobierno, pues, además de delatar sus intenciones, forma parte de la involución del debate público que toca a todos los sectores políticos en menor o en mayor medida. Valga acotar, en torno al despoblamiento conceptual que sufrimos, que si le preguntásemos a los más insignes divulgadores del liberalismo, rápidamente juzgarían de socialista al Estado que precedió el ascenso de Hugo Chávez al poder. Tratamos de un abuso de los estigmas que poco abonan a la especificidad y claridad, acaso originalidad, alcanzada por un Estado que ˆ después de 1958 ˆ asimiló muchos de los elementos, categorías o conceptualizaciones lanzados desde la agitada discusión democrática que lo asedió irremediablemente.
Por último, deseamos consignar el precedente de estos años resumido en las constantes colaboraciones muchas veces exclusivas en la prensa, la televisión y la radio de funcionarios que ˆ suponemos ˆ a tiempo completo. Siendo difícil distinguir las posturas oficiales de las oficiosas, entienden que no deben descansar para propagandizar al régimen, pero ˆ entendemos ˆ que a falta de una reflexión creadora, proveniente de los cuadros partidistas especializados que les son afines, deben improvisarla en medio de las más diversas tareas prácticas que les acongojan.