La reconciliación posible
“no que haya paz en tu corazón
–como en los cementerios-
sino corazón en tu paz”
Julio Miranda, Anotaciones de otoño, 1987
La democracia es debate y confrontación de ideas. Pero no es violencia. Como se ocupaba de recordar Norberto Bobbio, el ideal democrático apunta a la sociedad no violenta. Por lo tanto, toda la antigualla marxista de la “violencia como partera de la Historia” y la lucha de clases como explicación absoluta del devenir de las sociedades, choca con la búsqueda de la paz y la solución equitativa de los conflictos sociales que propugna el método democrático.
La aberración institucional que ha vivido Venezuela en estos ya largos nueve años indica lo frágil que era nuestra democracia inaugurada hace exactamente cincuenta años, y, por otra parte, la pobreza de nuestra cultura política.
Las instituciones democráticas nunca terminaron de asentarse porque estaban mediadas por el clientelismo y la exagerada partidización de lo público. La presencia de los partidos políticos, esenciales en el funcionamiento y supervivencia de una democracia moderna, fue apabullante y se apoderaron de todos los espacios burocráticos, incluyendo los militares, del Estado.
Al haber una extrema politización partidista, se impuso el electoralismo. Todo era pensado en función de las elecciones próximas. El Presidente, sus ministros, los gobernadores, alcaldes, concejales y diputados pensaban en el cortísimo plazo que marcaba el calendario electoral.
Y en esa carrera de velocidad entraban todos los competidores con las peores mañas. No sólo los partidos querían mostrar su preponderancia “controlando” los movimientos sociales, fueran estos sindicales, estudiantiles, empresariales o vecinales, sino que los dirigentes de éstos eran cooptados por los partidos para descabezarlos y eliminarles su autonomía.
Tal esquema, que algunos han llamado “de conciliación de élites”, tendía al fracaso porque era imposible mantener eternamente en el congelador las contradicciones sociales. El estallido ocurrió el 27 de febrero de 1989. Allí se rompió la “ilusión de armonía”.
Paralelamente a la precariedad institucional corría nuestra débil cultura política. Esta se resume en el monstruo bifronte del populismo. En mayor o menor medida todos los países latinoamericanos siguen inmersos en ese perversa forma política que reúne al caudillismo y al clientelismo.
Los venezolanos cada cinco años buscábamos un nuevo mesías que nos prometiera la salvación en la Tierra y continuara permitiendo la decadencia institucional que sólo es severa con los pobres o con quienes caían en desgracia política.
Como el lector podrá intuir, Chávez no resolvió ninguno de estos problemas. Todo lo contrario: ha llevado el modelo anterior hasta su límite de perversión y ha destruido lo bueno y funcional que había.
Para que podamos vivir en paz tenemos que cambiar nuestra forma de relacionarnos con el Estado (nuestra cultura política), lo cual no pasará por la voluntad de un hombre que repita la necedad guevarista de la creación del “hombre nuevo”. No: nadie puede con la sola voluntad declarativa cambiar la idiosincrasia de un país.
Se necesita es un nuevo pacto político que parta del reconocimiento de las diferencias y de la eliminación de todo tipo de violencia como forma de expresión de los objetivos políticos de cada sector. Y un gran esfuerzo de pedagogía política.
Los partidos tienen que regresar a ser el eje de la política nacional, pero respetando la autonomía de cada uno de los sectores sociales. A la economía privada hay que darle todas las garantías para desarrollarse y el gobierno debe asumir con fuerza y eficacia su tarea primordial: garantizar la vida y los bienes de las personas.
No será repitiendo las estupideces del defenestrado Fiscal (“no puede haber reconciliación porque no ha habido conciliación”) que lograremos una paz creadora. Nadie quiere la paz de los sepulcros, que en Venezuela no es tal porque son saqueados a diario. Queremos un país con reglas claras que no estén sometidas al arbitrio del humor del Presidente.
Hubo en Venezuela, en los años ochenta y noventa, un intento serio por cambiar el rumbo de la Venezuela rentista, despilfarradora y pedigüeña. Fue la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado. Quienes la crearon, luego tuvieron miedo de aplicar sus remedios. Pero allí están sus análisis y diagnósticos para ser actualizados y puestos en ejecución.
Hugo Chávez ha querido dividir a los venezolanos por el motivo más deleznable que puede haber: por un credo personalista. Ha tenido éxito en contraponernos en base a su figura.
Esto le ha servido a los funcionarios corruptos o ineficientes de ambos bandos. Si el alcalde de mi municipio es incapaz y ladrón, no dijo nada si pertenece a mi grupo político amplio.
Para bien, el ambiente político ha ido cambiando radicalmente. Ya lo más grave de la polarización política ha quedado atrás. Y si Chávez sigue con su falso discurso de resentido (no puede serlo en verdad porque la mal llamada Cuarta República le dio todo: estudios, carrera, casa, vestido, comida en un ambiente de seguridad absoluta como el gozan los militares en nuestro país y luego lo hizo Presidente de la República) fracasará estrepitosamente.
La reconciliación se está construyendo por abajo. Y las elecciones de alcaldes, gobernadores y diputados regionales mostrarán cómo el pueblo se unirá en candidaturas que dejarán de lado la absurda división entre los que siguen al hablador y los que no.