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Las “Colas” hablan con rabia

Ninguno de los cuarenta ministros venezolanos se “cala” una “cola” para movilizarse por alguna ciudad del país. A ellos, sus escoltas, en número inestimable, le abren paso entre la muchedumbre, entre el “pueblo”, para que lleguen oportunamente a su sitio-objetivo.

Ninguno de esos ministros, seguramente, tampoco tiene que hacer “cola” para comprar un kilo de harina precocida de maíz, un pote de margarina, un litro de aceite, 900 gramos de leche en polvo, un pollo entero o en trozos, un kilogramo de carne vacuna, un paquete de papel sanitario, un kilogramo de azúcar, un medicamento contra la diabetes o la hipertensión, mucho menos una medicina contra un cáncer en proceso de metástasis. Tampoco productos de higiene personal o limpieza doméstica.

Ninguno de los más de cien viceministros que tiene Venezuela, necesita haber hecho cierta “cola” para certificar un título o grado de suficiencia universitaria, o siquiera una reválida que le permita calificar para el puesto de marras. Basta con ser amigo del ministro de turno, o un activista del gobierno del momento, para recibir la responsabilidad de gerenciar políticamente a los miles de empleados encargados de servirle a la ciudadanía, y asistirle en la solución de algún problema con el Estado. Después de todo, si mañana fracasara, puede dormir tranquilo: nadie le exigirá una rendición de cuentas, la descripción de razones por las que su incompetencia hizo posible que, una vez más, se dilapidaran fondos públicos, y se condenara a la ciudadanía a financiarlos con impuestos y mayor empobrecimiento de origen inflacionario.

Ninguno de todos ellos, seguramente, tiene que hacer “cola” y aguantar los estrujones para hacer uso del sistema de trenes a los valles de El Tuy, tampoco para usar algún autobús con más de 20 años en su alma y movilizarse entre El Cafetal y Catia. Y, desde luego, vivir la aventura de desplazarse en cualquiera de las líneas del Metro de Caracas, sitio al que se sabe cuándo se entra, pero nunca cuándo se saldrá de la unidad que se emplea.

Tampoco, deben vivir –o haber vivido- la amargura de llegar a su hogar y que no haya servicio de agua potable, o que la electricidad, sencillamente, haya decidido desampararlo ese día, negándose a llegar hasta el sitio de descanso. Y, mucho menos, depender de la “cola del pana” para, entre dos, sortear los sitios de peligro sin ser atracados y, en el peor de los casos, heridos y obligados a llegar a un hospital público en donde, posiblemente, no habrá atención inmediata por la ausencia de médicos y de medicamentos.

Pero lo peor y cuestionable no es que eso sea lo que se intuye que sucede con tales funcionarios, sino que si todos los venezolanos que tienen que convivir con las aventuras de las “colas” quieren reclamar ante las instituciones correspondientes, acerca de la escasez, el desabastecimiento, la desatención y el maltrato de que son objeto en instancias gubernamentales, además de que tienen que hacer su respectiva ”cola” para que se les escuche en su reclamo o notificación, es posible que le pregunten hacia qué lado tira su gusto político, o si ya trató el caso con el Consejo Comunal de su zona para que avale la queja, o la desestime.

Y lo que forma parte de la conversación entre amigos debe ser así, porque si toda esa amalgama burocrática de amantes del igualitarismo convivieran con la realidad de la “colacracia” venezolana, es posible que, antes que ostentar la fortuna del cargo bien o “panamente” recibido, más allá de salir a diario en la captura de espacios en la estructura propagandística gubernamental y, quizás, en los enjutos lugares para la información de los medios llamados independientes, plurales, se estarían ocupando de lo que les corresponde: honrar posiciones de mando, de cumplir seria y responsablemente con lo que les impone el hecho de haber jurado “cumplir con la Constitución y con las leyes de la República”.

Hacer “colas” en el país ha pasado a ser un añadido adicional al sistema de vida de los venezolanos. Pero también un motivo para la catarsis, el desahogo y el momento para el análisis simple, pero denso en sus alcances; para el señalamiento de los verdaderos culpables cuando el sol y las incomodidades de los espacios públicos se convierten en oportunidad ideal para la conversación: los que tienen porque trabajaron para tener, los que tienen porque se “conectaron” con los que les ayudaron a tener, los que tienen porque entendieron que en Venezuela sólo hay que saber estar en donde corresponde y a la hora exacta para “meter la mano y saber compartir”.

Lo cierto es que los que hablan las “colas” en Venezuela, describen esa apreciación colectiva, esa rabiosa multiplicidad de razones para que se señale, juzgue y condene a gobernantes, administradores públicos, funcionarios de menor rango, aspirantes a servidores públicos desde el ejercicio del proselitismo, de la creatividad inteligente para construir resultados positivos a partir del desarrollo del arte de hacer política.

Cada voz es un juicio. Cada voz es un dejo de frustración, condimentado con dolor, resentimiento y menosprecio por el sitio a donde ha llegado Venezuela; de rechazo al cumplimiento de las normas o las órdenes; de aceptación silenciosa ante la nueva oferta electoral por un futuro distinto que percibe inalcanzable. De interés abierto por la oportunidad para decidir en contra de quiénes, sin pena ni rubor, dijeron hace pocos años que las expropiaciones, las confiscaciones, los despojos, los rescates serían la gloria productiva de la nueva Patria, y no han pasado de ser “coba pareja”.

Pero la paciencia en y por las “colas” se está convirtiendo en intolerancia; tanto y con tanta fuerza como ante los interminables discursos de aquellos que, diciendo gobernar con decisión y coraje, con firmeza y responsabilidad, no cesan en su eterna cacería de culpabilidades ajenas, de enemigos siderales y cultures del desamor por la tierra que les parió.

Ante los ojos de propios y extraños que escudriñan minuciosamente en el contenido de tal cuadro, sin embargo, el cálculo por los costos políticos hoy sigue predominando en los espacios apropiados para las decisiones que deberían estarse adoptando para, a mediano plazo, evitar que las “colas” sean peores y mayores, y la rabia menos intensa en su crecimiento incontenible.

¿Costo político o miedo político?. La respuesta, sin embargo, debería ser la voluntad de solucionar lo que cada venezolano necesita que se le solucione, o que se le ayude a solucionar. No la multiplicación inacabable de expresiones evasivas ante la exigencia histórica de la frontalidad; del verbo pretendidamente esperanzador, pero que no abre espacios para la tolerancia, menos para el diálogo conciliador, para el entendimiento que impida más distanciamientos entre los venezolanos, y la alimentación de odios que ya son citados como el recurso final para la conclusión de un nuevo ciclo histórico y político, cuando el vecindario continental procura deslindarse de esos mismos odios reaccionarios y anuladores de civilización y bienestar. Aunque en las “colas”, ciertamente, no está ausente la creencia de que la alimentación del odio no es una mera casualidad, sino una variable estratégica valorada en su importancia y pragmatismo político.

 

Este artículo fue enviado originalmente por su autor el 16 de febrero de 2014. Y su vigencia pone de manifiesto la ausencia de acciones de gobernabilidad en 13 meses contra las causas de las “colas”. ¿Se reenviará nuevamente en enero del 2016?.

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