Venezuela: tierra arrasada
Algún día se podrá evaluar en toda su magnitud el grave daño que Hugo Chávez le ha infringido a la sociedad venezolana. Guardando las debidas distancias, un daño tan grave como el que los peores dictadores del mundo le causaran a sus países. Y que en Venezuela no es comparable ni siquiera con los efectos causados por las dictaduras de Gómez o de Pérez Jiménez. Aquel terminó con la anarquía de los caudillos, formó el primer ejército profesional, saneó la hacienda pública, sembró el país de carreteras y construyó los cimientos del estado moderno. Pérez Jiménez dio un extraordinario impulso a las obras públicas, fortaleció las corrientes inmigratorias y contribuyó a consolidar la existencia de una clase media en Venezuela. Sus obras aún perduran.
Chávez, en cambio, se irá sin dejar una sola obra recordatoria. Salvo un parche de segunda categoría en una obra extraordinaria como lo fuera la autopista Caracas La Guaira. Todo lo demás es miseria: un país dramáticamente dividido y ensangrentado, desencajado de sus raíces, desinstitucionalizado, aislado internacionalmente, en quiebra productiva, dependiente hasta la asfixia de los ingresos petroleros y con una auténtica e increíble obra de destrucción: la aniquilación de PDVSA. Que de ser una de las primeras y más ejemplares empresas del mundo se ha convertido en una miserable distribuidora de harina, leche y huevos. Un daño a la Nación que no podrá recompensar ni siquiera con su vida. Agréguesele el lamentable estado de la seguridad nacional, la pérdida de soberanía, la traición a la patria y se tienen algunos de los aspectos de este auténtico Apocalipsis.
Asombra que los millones de venezolanos que lo llevaron al Poder no hayan tenido la más mínima conciencia del gravísimo daño que le hacían a nuestro país. Un hombre que prometía freír cabezas no podía ser otra cosa que un criminal en potencia. Un hombre por cuya causa murieron centenas de venezolanos en 1992 no podía ser menos que lo que ha terminado siendo: un promotor del crimen, del terrorismo, de la violación, el secuestro y el asesinato. Recién comenzaba a gobernar y ya justificaba el robo, promoviendo indirectamente la criminalidad así exonerada de toda responsabilidad penal. Luego convirtió en héroes a los asesinos de Puente Llaguno. Se entregó en brazos de Fidel Castro, el más sanguinario y abyecto de los tiranos que recuerde la historia de América Latina. Ahora se pone al frente del más despreciable grupo terrorista de Occidente. Para terminar burlándose de la lucha contra el consumo de drogas masticando en público hojas de coca y reconociendo ser un adicto a la pasta que le provee su sátrapa boliviano Evo Morales.
Más de cien mil asesinatos, la pérdida del respeto a las instituciones, la proliferación de invasiones de bienes privados, la perversión del sistema judicial, el encarcelamiento injusto y violatorio de los más elementos derechos humanos, la quiebra del aparato productivo nacional, la corrupción generalizada, el saqueo a mansalva de los dineros públicos, la inmoralidad funcionaria, la creación de mafias multimillonarias, alianzas y contubernios con factores de desestabilización universal.
La lista es aterradora, como el resultado que deja entrever. Muy pronto, cuando Chávez ya no esté, sus seguidores comprenderán con asombro al monstruo que prohijaron y el mal que le han hecho a la república. La obra a emprender será gigantesca, compleja, ardua y extraordinariamente difícil. Habrá que reconstruir a Venezuela como si hubiera sido asolada por una pandemia. Todo por la locura de un hombre y la estupidez de un pueblo que le permitió cumplir casi todos sus delirios. Por fortuna ya está de salida. Que sea para siempre.