La confesión de Juan Barreto
Más que una crítica, la confesión del alcalde metropolitano, Juan Barreto, de que “mientras la oposición muestra voceros juveniles y rostros nuevos, nosotros vamos envejeciendo poco a poco y por la dinámica política nos vamos viendo cansados”, expresa la sensación física de la esclerosis múltiple, de la metástasis fulminante y abrasiva que signa el crepúsculo de la revolución que, por proponerse realizar un fracaso anticipado, nació vieja.
Se descubre en la estampa no precisamente fina del propio Barreto que una vez, por cierto, fue ágil, alada, ancha de dinámica y exterioridades, y hoy luce reducida a una posición sedente y totémica según la ley de gravedad ha ido dando cuenta de sus desplazamientos y liviandades.
Típica de los burócratas, de quienes como funcionarios lejos de entender que la revolución es preocuparse de la seguridad de los ciudadanos, recoger la basura, promover el empleo, controlar la inflación, visitar los mercados y construir viviendas, escuelas y hospitales dignos, la cogen por teorizar, predicar y profetizar y convertirla en una dimensión verborreica en la que la realidad y la práctica se abominan como herejías.
Lo cual no es sino una expresión extrema de hugolatría, ya que si nuestra misión en el mundo es olvidarnos de la minucias, de los detalles que deben resolver los menos dotados y vivir solo para lo trascendente, las grandes cuestiones que atañen a lo superior, lo sublime y fundacional ¿qué nos separa entonces de los dioses, de los héroes y superhéroes?
Solo que la inseguridad, la basura, el desempleo, el desabastecimiento, la inflación, la falta de viviendas, escuelas y hospitales dignos crecen, se agigantan, se multiplican y pueden devenir en ingredientes de esos escenarios abigarrados, fantasmales y pestilentes donde la humanidad no se mide en términos de comer 3 veces al día, vestir decentemente, darse un viajecito por los países vecinos si nos place, irse de compra a la librería más cercana por que la última novela de Vargas Llosa está demasiado buena o simplemente hacer lo que nos salga del forro.
La revolución, Juan, no puede ser un púlpito de 4, 5, 6, 7 y 8 horas diarias desde el cual un sacerdote, shamán o profeta laico pretende imponernos hasta la forma de lavarnos los dientes y la pasta que debemos usar, nos programa cuál debe ser el partido, la ideología y la moral de nuestra preferencia, asuntos sobre modas, músicas y licores, los presidentes de las juntas de condominio o la asociación de vecinos y gobernadores, alcaldes, directivos y miembros de los concejos comunales.
Un sacerdote, shamán o profeta que tiene la cachaza de gritarnos que es imprescindible, que sin él, no su partido y gobierno, sino la república perecería, y debemos, por tanto, elegirlo presidente vitalicio, fundir a Venezuela con otros países si le place, cerrar las fronteras y dirigir las energías y recursos que tanto se necesitan para corregir los desequilibrios, miserias y carencias de dentro, para entrometernos en los asuntos y problemas de afuera.
Propuesta que no está en absoluto fundada en una plausible compasividad y loable solidaridad con los que sufren en cualquier parte del mundo, e independientemente de su raza, credo, edad o sexo, sino en otra desmesura extrema de la hugolatría, en la necesidad del caudillo de ser presidente, líder y comandante en jefe, no del país que lo eligió, sino de los que ya eligieron los suyos.
Se demostró palmariamente en la lamentable mediación de Chávez en las negociaciones para lograr un acuerdo humanitario para un canje de secuestrados por guerrilleros presos en Colombia, y en el cual, el excandidato a presidente vitalicio, se identificó rápidamente con una de las partes en conflicto que resultó ser la guerrilla de las FARC y su comandante, Manuel Marulanda, pasando de ser un tercero interesado en que miles de colombianos conquistaran su libertad, a propagandista de una organización terrorista responsable de la comisión de crímenes de lesa humanidad.
Pero lo peor fue que cuando Álvaro Uribe decidió en base a una legalidad inobjetable retirar a Chávez de la mediación, el comandante-presidente no reaccionó como le correspondía, que era respaldando la decisión de quien lo había nombrado y ofreciéndose para participar en la mediación de alguna otra forma, sino declarándose enemigo a muerte del antioqueño y su gobierno, llamando a desestabilizarlo por todos los medios y vías, insultándolo más allá de lo permisible y tolerable y prestándose a ser peón de las FARC en los tragicómicos sucesos en que concluyó la llamada “Operación Emmanuel”.
Es bueno recordar que semanas antes de la ruptura con Uribe, Chávez había llevado su afecto por el presidente neogranadino y su gobierno a proponer que debían restablecerse las negociaciones para la solución del diferendo colombo-venezolano sobre la soberanía exclusiva o compartida del Golfo de Venezuela y que el hoy jurado enemigo de la administración uribista había sugerido o declarado, a través de voceros calificados “que la soberanía de Colombia sobre el 10 por ciento de las aguas del Golfo de Venezuela era inobjetable”.
¿Y cómo se llama eso sino compra o soborno de la voluntad de Uribe para que permitiera la respiración boca a boca que Chávez intentaba darle a las FARC, para respaldar su papel como líder del subcontinente difícilmente soslayable y subestimable y fortalecer su pretensión para proponerse como candidato al Premio Nóbel de la Paz del 2008?
Anoche estuve siguiendo por televisión su intervención en el acto de firma de unos acuerdos con Daniel Ortega por el que uno de los países más pobres del mundo occidental, Nicaragua, se va a convertir en garante del suministro de alimentos a los venezolanos, y ¿sabes qué?, lo ví pidiendo cacao, denunciando que Uribe lo quería invadir y que al efecto se estaba reuniendo con connotados jefes de establecimiento político y militar de los Estados Unidos, y que la comunidad internacional debía estar alerta y preparada para una supuesta agresión a Venezuela.
O sea, que de agresor pasó a agredido, de invasor a invadido, de fuerte a débil, de bravucón a humilde.
Y como siempre, diciendo que, como Uribe no lo quiere, no habrá más comercio colombovenezolano, que se reducirá a unos 100 millones de dólares anuales y pasará a ser sustituido por las relaciones con los países del MERCOSUR y Nicaragua.
O lo que es lo mismo: la sustitución de un entramado de mecanismos, infraestructuras y normativas que pasó años en construirse, sustituido por un capricho que nos hará dependiente de países lejanos cuyas fragilidades tampoco estaremos preparados para receptar y digerir.
Pero es un llantén que, si te pones a ver, es el único gesto sensato que ha revelado en muchos años, pues la Venezuela que dejará Hugo Chávez es simple y llanamente un país exhausto, escaldado, viejo, cansado, enfermo, dividido, sin siquiera los productos de la cesta básica, con la inseguridad campeando como nunca, la basura metiéndose en plazas, calles, casas y ranchos, escuelas, hospitales, puentes y edificios públicos cayéndose, y una industria petrolera que, de ser la tercera o quinta de las empresas en el ranking mundial de los hidrocarburos, vuela en un deterioro acelerado que amenaza hacerla inviable por la falta de recursos para invertir.
Es una PDVSA que no puede aumentar su producción, que depende de una continua e incontenible alza de los precios del petróleo con el que se arruina una cincuentena de países pobres del mundo, con una tecnología obsoleta, poco personal calificado y que ordeña los cada vez más reducidos pozos en una espiral de dependencia y monoproducción como no se vieron siquiera en los tiempos del dictador, Juan Vicente Gómez.
Una situación insostenible que depende como nunca del capitalismo para mantenerse, ya que sin la demanda de Estados Unidos y la de las economías de mercado y neoliberales de China e India, los precios de seguro no alcanzarían los 20 dólares por barril.
Por tanto, un país incapacitado para empeñar una guerra, no digamos con Colombia, ni siquiera contra la Guardia Civil costarricense o la Policía Montada de Canadá, dado lo definitivamente despellejada que está la Fuerza Armada Nacional, de la destrucción de sus mandos, efectivos, equipos, moral y disciplina con el intento de convertirla en una guardia pretoriana chavista e ideologizada cuyo único apresto es reír y aplaudir.
Tampoco existen las milicias, ni la reserva, ni los aparatos de seguridad e inteligencia puesto que nunca llegaron a saber que el niño Emmanuel no estaba en manos de las FARC, ni las alianzas con ningún país del mundo que en caso de una agresión pueda al menos producir una declaración a favor a Venezuela.
Una catástrofe de lesa patria en definitiva, y frente a la cual tu confesión de la mitad de la semana no será oída ni atendida, pues la senectud, en lo que más se refleja en los procesos políticos, es en su incapacidad para oír.
Aunque quizá sea mejor así ¿pues qué duda cabe que si llegara a oídos del caudillo en condiciones de que pudiera recuperarse tendrías que pagar tu atrevimiento en una mazmorra de Venezuela, Cuba o las selvas colombianas?
O lo que es peor: sometido a un juicio interminable, improbable, zamarro, lleno de absurdos e ilegalidades como los que sufren los comisarios Simonovis, Vivas, Forero y 7 exagentes de la Policía Metropolitana por un delito que no cometieron.