Cretinismo guerrerista
Vladimir Lenin utilizaba la expresión “cretinismo parlamentario” –adoptada posteriormente por el resto de los líderes de la izquierda revolucionaria mundial- para referirse a esos dirigentes comunistas que concebían los cambios políticos, económicos y sociales que debían ocurrir en los países para que se produjese el tránsito del capitalismo al comunismo, como operaciones estrictamente legislativas realizadas en los parlamentos de las democracias occidentales, al tiempo que se olvidaban de construir el poder genuinamente revolucionario, el cual solo surge del contacto directo del Partido con la clase obrera con el fin de construir organizaciones populares. La misma frase fue utilizada por Hugo Chávez en 1995 cuando salió de Yare y recorría estos mundos de Dios predicando las bondades del abstencionismo y criticando las deformaciones de la “democracia burguesa”. Como se sabe, en su camino se atravesaron Luis Miquilena y José Vicente Rangel, quienes lo convencieron de que se dejara de hablar tonterías y se dedicara a construir una plataforma electoral que le permitiera catapultarse hacia Miraflores. A partir de ese momento su historia cambió. Nunca más volvió a hablar de “cretinismo parlamentario”. Años después utiliza a sus obedientes diputados y diputadas para que hagan lo que él les ordena y lo aplaudan a rabiar cuando les dice que aspira a eternizarse en la presidencia.
Podríamos tomar prestada la locución leninista para hablar de “cretinismo guerrerista”, enfermedad que aqueja seriamente al Presidente de la República, a su gobierno y a la inmensa mayoría de los parlamentarios oficialistas, desde que Álvaro Uribe le impidió a Hugo Chávez utilizar los rehenes de las FARC y el intercambio humanitario, como mecanismo para tratar de legitimar a los irregulares y lavarles el rostro de sanguinarios que estos se han tallado luego de los miles de crímenes, secuestros y delitos de todo género que han cometido. A partir del momento en que Uribe le retira su apoyo como facilitador a Chávez, después de la llamada telefónica al Comandante del Ejército neogranadino, intromisión que el Gobierno del vecino país no podía tolerar, el jefe de Estado venezolano desarrolla tal animadversión hacia su homólogo colombiano, que las relaciones entre ambas naciones se mantienen en vilo.
Hugo Chávez asumió la decisión de Álvaro Uribe como una ofensa personal (desconcierta que esté recubierto por una piel tan sensible quien le ha aplicado insultos infamantes a Georg Bush, Alan García, José Miguel Insulza, Vicente Fox y José María Aznar, sin que ninguno de ellos haya perdido jamás de vista la majestad de su cargo, ni la investidura que portan). En estricto sentido los presidentes de la República, en funciones oficiales, jamás tienen problemas personales, sino solo problemas de Estado. Sin embargo, este no es el caso del mandatario nacido en Barinas. Su cercanía con el proyecto de las FARC, su desprecio por las instituciones republicanas y la conciencia de una inminente nueva derrota, esta vez en las elecciones regionales, lo están llevando a tensar las cuerdas con Colombia, y a colocar a Venezuela en un conflicto que podría traducirse en una confrontación bélica.
Luego del 2D se esfumó el Chávez estadista, ese que alguna vez se mostró como un líder con garra continental al que este modesto país llamado Venezuela le quedaba pequeño. Aquella aplastante derrota y su evidente fracaso para actuar como mediador imparcial y objetivo entre los sediciosos de las FARC y el Gobierno de ese país, y como figura seriamente comprometida con la paz, la institucionalidad y el Estado de Derecho colombiano, han mostrado el rostro más descompuesto del caudillo venezolano: su militarismo decimonónico y su propensión guerrerita. No encara las relaciones con la vecina nación desde la perspectiva de dos países que se necesitan y complementan mutuamente en el plano económico, comercial y cultural, y que, por ello, están obligadas a integrarse, sino que asume una visión belicista que exacerba los antagonismos y rivalidades con el ánimo de provocar la violencia. Tan bizarra es su posición, que prefiere estrechar relaciones con Irán y firmar acuerdos de cooperación e integración con ella, colocada a miles de kilómetros de nosotros, antes que con Colombia, con quien compartimos una amplia frontera.
El respaldo a las FARC y la animosidad contra el gobierno de Uribe por parte de Hugo Chávez, carecen de toda justificación ética y moral. Los demócratas venezolanos estamos obligados a tratar de impedir que el espíritu violento que anima al gobernante venezolano, cristalice en una confrontación armada. Con el “congelamiento” de las relaciones ordenado por Chávez y las medidas represivas aplicadas en Apure, Táchira y Zulia en materia alimenticia, quienes están siendo más castigados son los pobres de esos estados fronterizos. Esos ciudadanos no son hostigados solamente por la guerrilla y el narcotráfico, sino que ahora también pasaron a ser rehenes de Chávez.
El comandante parece un personaje salido de un cuento siniestro. Después de los éxitos de Contadora, de los tratados de Esquipulas, de la legalización del M-19, de la desaparición de los Tupamaros uruguayos y de los Montoneros argentinos, de la eliminación de Sendero Luminoso y de la extinción del grupo Tupac Amarú en Perú, parecía que los líderes y grupos guerreristas habían desaparecido de la faz de América Latina, y que la lucha armada solo era un problema en el Medio Oriente y en algunas zonas de África. Lamentablemente no es así. En Venezuela apareció un hombre embriago por el poder y con una chequera inagotable que ve el horizonte solo con los anteojos de la guerra. Nadie debe prestarle atención a su desmesura. Uribe hace lo correcto: por respeto al pueblo venezolano no responde a sus agresiones.