Opinión Nacional

Violencia y sumisión (parte III)

La Comandante Fosforito

El periodista Gustavo Azócar Alcalá es un moreno delgado, elegante, articulado, con una voz gruesa y resonante que parece hecha para radio y televisión. No es arrogante, pero le gusta exhibir sus trofeos.

Durante nuestra larga conversación telefónica, me dice que su programa de la Televisora Regional del Táchira (TRT), “Café con Azócar,” es el programa más visto en el estado, me habla con orgullo de las ventas de su libro sobre Iris Valera (La Comandante Fosforito, GEA 2007), y comienza sus frases con un “hijo” que, después de un rato, comienza a irritarme: “hijo, debes entender…” “hijo, lo que pasó fue…”

Como los soldados que lucen como medallas sus cicatrices de guerra, la historia de su encontronazo con Iris Valera la cuenta con orgullo.

La mañana del martes 20 de noviembre, cuando Azócar llegó al set de su programa, se encontró con que la invitada del programa pro-gobierno “La Esquina Caliente” –que precede en horario y comparte set con “Café con Azócar”– era nada menos que Iris Valera, diputada chavista que él, como periodista, ha denunciado de actos de corrupción.

Apenas terminó “La Esquina Caliente,” me cuenta, Valera se acercó a él y le informó, a modo de orden, que ella sería la invitada de su programa. Azócar le dijo que ya tenía invitados para ese día, pero que podía, con todo gusto, invitarla al programa otro día. Valera se negó, diciéndole que debía concederle en ese momento un derecho a réplica por “las calumnias” que había publicado sobre ella en su libro “La Comandante Fosforito.” Cuando Azócar civilmente se negó, la comandante, haciéndole honor a su sobrenombre, estalló.

En los videos del episodio aparece una Valera iracunda cacheteando y golpeando a Azócar, gritándole, destrozando el set y gesticulando con los brazos como un molino de viento.

Los golpes fueron filmados no sólo por las cámaras de la TRT, también por uno de los asistentes o guardaespaldas de Valera, que apenas comenzó el show sacó de un bolso una videocámara.

¿Por qué querría el asistente eternizar en una cinta a su jefa pegándole a una periodista? Azócar dice que la razón es muy simple: “La intención era provocar en mí una reacción violenta para luego denunciarme.”

Si esa era la intención, Azócar no mordió el anzuelo. Durante el rato largo que duraron las agresiones, nunca estuvo siquiera cerca de perder la paciencia. Pero tampoco dio su brazo a torcer. A pesar de que Valera, cual niña de once años, le exigió varias veces que se disculpara por deshonrar la memoria de su hijito muerto (¡pide disculpas! ¡pide disculpas!), Azócar se negó a disculparse.

Valera sostiene que su dolor de madre estuvo al fondo de su ataque de rabia. En las declaraciones que dio luego a los medios, dijo que la principal razón de la agresión había sido defender la memoria de su bebé, que murió días después de nacer a principios de los noventa. Valera señaló que podía calarse cualquier cosa, pero no que alguien se metiera con su hijito. “No me arrepiento de lo que hice,” dijo en un giro retórico que le salió mal. “Ni las fieras soportan que se metan con sus hijos.”

Azócar suelta una risa cuando le pregunto qué escribió en su libro sobre el niño que la molestó tanto. En “La Comandante Fosforito,” me explica, libro trufado de gravísimas denuncias de actos de corrupción presuntamente cometidos por Valera (“que a ella –dice él– no parecen importarle mucho”), dedica apenas tres parrafitos y 36 líneas al hijo fallecido de la diputada. Y en esas líneas Azócar no hace ningún señalamiento sobre su hijito, sino simplemente desmiente una acusación que hizo Valera a la periodista del canal Globovisión, Nitu Pérez Osuna.

Según la diputada, la Cuarta República –así, con brocha gorda– mató a su hijito. Valera sostiene que, como el parto fue en 1992, después del golpe de Estado liderado por Chávez, en los hospitales había animadversión hacia quienes estaban identificados con la intentona golpista. En su libro Azócar simplemente cuenta que cuando fue al Hospital Central de San Cristóbal para hacer averiguaciones sobre lo ocurrido con el bebé de Valera, varios médicos y enfermeras le aseguraron que se había hecho todo lo posible por salvar al niño. Azócar también cuenta que, según los testimonios que recogió, Valera entró en cólera cuando le informaron que su bebé había muerto y que, cuando abandonó el hospital, le dijo a los médicos que pagarían la muerte de su hijo con “su propia sangre.”

La historia de Azócar sólo cuenta con fuentes anónimas, lo cual es comprensible dado el vergonzoso récord de discriminación del actual gobierno. Pero a mí, que llevo un tiempo siguiendo a Valera con una mezcla de repugnancia moral y curiosidad intelectual, no se me hace difícil creerla.

Después de todo, Valera es la que amenazó con liderar una toma física de Globovisión si las instituciones no cerraban el canal. Valera es la que ha protagonizado altercados verbales violentos con los periodistas Miguel Ángel Rodríguez, Francisco “Quico” Bautista y Patricia Poleo (a quien acusó de asesinar al fiscal Danilo Anderson). Ella es la que declaró en televisión antes del referendo revocatorio que “funcionario público que no saliese a votar hay que botarlo.” Y Valera es la que, después del referendo constitucional, dijo que “lo que no pudo ser aprobado en la reforma debe ser aprobado mediante decreto” a través de la ley habilitante.

Valera es la versión más pura de ese hombre-masa que describió Ortega y Gasset. El hombre que no quiere dar razones ni tener razón, sino que, simplemente, está decidido a imponer sus opiniones (con violencia si es necesario). El hombre que detesta toda forma de convivencia que implique el respeto de normas preestablecidas, que deben ser acatadas por todos. El hombre que le irritan los trámites normales de la democracia y entonces los suprime para imponer directamente lo que quiere. El hombre que no desea la convivencia con los que no piensan igual a él, que odia a los que no son como él.

¿Cuál fue la reacción del gobierno y del Congreso a las agresiones de Valera?

Human Rights Watch, la SIP y Reporteros sin Fronteras condenaron las agresiones contra Azócar, pero el presidente Chávez no pronunció una sola palabra sobre el incidente. La Asamblea Nacional emitió un comunicado en el que expresó que “atacar a Iris es atacar a la revolución.” El diputado Calixto Ortega, que muchos consideran un chavista moderado, dijo ante las cámaras que él “se solidarizaba” con la diputada. El ex ministro de Finanzas, Rodrigo Cabezas, dijo que no podía emitir juicio porque no estaba enterado de los detalles del caso, pero añadió que lo que sí sabía a ciencia cierta era que Azócar era un “calumniador de oficio.”

El premio, sin embargo, se lo llevó el diputado Earle Herrera, que en una intervención en el Congreso decidió asomarse a las ventanas altas de la poesía. “Bien por tus puños crispados, Iris nuestra,” suspiró Herrera. “Has lavado tu honor a puño limpio.”

Que ningún congresista, ministro, gobernador o alcalde chavista haya siquiera regañado a Valera es una prueba de la podredumbre moral que corroe la “revolución” de Chávez. Pero ¿significa esto que todos aprueban los puñetazos de la diputada? ¿Es esa la concepción de la ley y el Estado de Derecho que tienen todos los chavistas?

Por supuesto que no. La razón por la cual ningún funcionario, ni siquiera los más moderados, condenó este incidente, es muy simple. Es una razón ya señalada por mi admirado Teodoro Petkoff, pero que vale la pena subrayar.

Me refiero al miedo. El miedo a que les pase lo que le pasó a Ismael García cuando se negó a arrimar su partido bajo el paraguas del PSUV. El miedo a que les pase lo que le pasó a Francisco Ameliach cuando se atrevió a asomar la posibilidad de desempolvar el MVR. El miedo a que les pase lo que le pasó a Luis Tascón por, primero, defender a Ameliach y al general Baduel, y luego, sugerir que el hermano de Diosdado Cabello podría estar implicado en un caso de corrupción. El miedo a que, en el próximo Aló Presidente, el máximo líder, en uno de sus aletazos de humor, los margine para siempre de la revolución con el ucase de su mirada.

Este miedo quizá es un síntoma de debilidad, pero no es producto de la paranoia. Es totalmente justificado.

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