La cola, experiencia nacional
En medio de un bululú desesperante de personas molestas por el sol, la lluvia, el calor y el hambre, pude entrar al Abasto Bicentenario que está justo al lado del Centro Comercial Regina de Puerto La Cruz. Mi intención en la cola era sacar algunas fotografías, sin embargo, por un movimiento inesperado del contingente de la Guardia Nacional que organizaba la cola, quedé entre los primeros de un grupo de 300 personas que amontonadas en una improvisada baranda de carritos de mercado, esperaban ingresar a comprar “lo que quedara”, o lo que dejaron quienes amanecieron en el sitio.
Observé cosas deprimentes, pero más que eso, alarmantes. Funcionarios de la GNB gritando a la concurrencia para mantener un intento de orden; filas, muchas, de todos los tamaños y con cualquier cantidad de asistentes; niños, bebés, embarazadas, padres, madres, todos corriendo hacia las neveras que tenían carne brasileña a precio regulado; perniles uruguayos y del Brasil, todos los que no vendieron en diciembre; caraotas nicaragüenses, sardinas portuguesas, atunes ecuatorianos, nuevas marcas de aceite de alguna fábrica emergente y beneficiada por las divisas del gobierno, y arroz “El Alba”. Los elementos importados del menú son una de las características de la crisis.
En la fila para cancelar, una señora me pregunta: “Mijo, ¿y desde qué hora estás aquí?”. “Desde hace un rato señora. Con la sampablera quedé en el primer lote de los que entraron. Ando tomando fotos”, le dije. “¡Qué suerte tienes tú, muchacho! Yo estoy desde las 3:00pm. Me calé el palo de agua y ‘la’ calor que hace aquí. Hace rato la Guardia golpeó a un muchacho que se quería colear. Te salvaste. Hay gente que durmió aquí para comprar barato”. “Sí, me salvé. Pero vea cómo está esto. No hay nada. Lo poco que llegó vea cómo se lo llevan. Uno entra aquí asustado”, respondí antes de irme. “Asustados estamos todos, muchacho”, sentenció en la despedida. Eran las 7:16pm.
No había productos para completar un mercado. Apenas seis o siete cosas, de las muchas esenciales, estaban en los anaqueles. Una sola presentación por cada alimento. La variedad de marcas, modelos y tipos, es cosa del recuerdo. La dieta del venezolano se ajustó al azar, distinto del millonario gasto en dólares que el Estado paga en hoteles, chefs, aviones y viáticos para la comitiva presidencial que viaja por el planeta buscan financiamiento, hipotecando varias generaciones de un solo plumazo.
Por los pasillos y alrededores del Abasto Bicentenario, “patriotas cooperantes”, funcionarios del Sebin y demás soplones, vigilaban quién compraba y cómo lo hacía. Requisaban las bolsas en la salida y no quitaban el ojo a los que parecieran tomar fotografías con su celular. De ser así, realizaban una breve detención y solicitaban borrar cada imagen o video. Pretenden, en una actividad más cursi que desafiante, ocultar el desastre de Venezuela amedrentando a unas personas que por necesidad pasan por mil y un penurias para comprar “lo que haiga”.
El país se convirtió en una cola. La escasez es el complemento de nuestro alimento. Cada respiro se acompasa con una noticia negativa que evidencia nuevamente el fracaso de un proyecto que ni siquiera con la sorprendente fortuna que percibimos los últimos tres lustros, pudo arrimar un punto positivo a eso que los socialistas llaman “felicidad social”. El 82% de los venezolanos, que hoy rechaza y condena el caos que ocasionó el gobierno, sabe que la cúpula corrupta que conduce la nación, es el centro de la crisis.
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