Opinión Nacional

Teoría de la presunción política

El gobierno da por cierto situaciones no comprobadas, amparado por toda su maquinaria propagandística y publicitaria. Por endeble que sea, fuente de toda sospecha de falsedad e improvisación, ha convertido la presunción política en una pieza maestra del discurso presumido o vanidoso de estos años.

Al lado de la presunción absoluta que recae o dice recaer sobre la capacidad política y administrativa de los que ejercen hoy el poder, creyéndolos superiores a los anteriores elencos que abogaban por el marxismo en nuestro país, está la presunción cada vez más relativa en torno a sus realizaciones y criterios, porque siempre se les ven las costuras. Hacerse de la lucha anti-imperialista, al igual de otras consignas que revelan el modo anacrónico de hacer las cosas, luego de la tantísima agua que ha corrido por debajo del puente, constituye un magnífico pretexto para ocultar el desastre de los resultados en la gestión gubernamental y, acaso, una veleidad adicional de aquellos que se acobijan en la fraseología revolucionaria.

El lenguaje jurídico luce como el más preciso para aproximarnos a la utilidad política que brindan las presunciones: por una parte, el oficialismo dice enmarcarse en una tradición que es propia de la Cuba de los sesenta, reforzando así su hipotética condición revolucionaria que – por lo menos – autoriza a cuestionar la naturaleza de un proceso, así sus seguidores lo crean –por un acto de fe – inscrito en un cambio que, a la postre, es peor de lo mismo. Por otra, a esta presunción que dice no admitir prueba en contra, según el canón presidencial, opera otra que no sólo las admite, sino evidencian una vulgar manipulación de los hechos noticiosos del continente por la simple deducción que toda persona pueda hacer.

Las actuaciones de los servicios de inteligencia de las mayores potencias de la otrora guerra fría, prontamente se aplican al caso venezolano y no hay ni habrá un dirigente opositor que no reciba el abono correspondiente de la CIA o – acaso – dispuesto a acciones de superior calibre, a pesar de que la ciudadanía observe la austeridad y la vocación pacífica de importantes líderes políticos y de opinión a los que el gobierno puede sorprender tratando de conseguir dinero para pagar la electricidad o el teléfono hogareños, sin un arma en el cinto en la c artera. Y bastará que haya un esfuerzo autonómico en Bolivia para tratarlo como una odisea separatista, perfectamente generalizable en Venezuela, aunque – por ejemplo – jamás escuchamos un planteamiento similar de los liberales zulianos a los que el régimen rápidamente estigmatizó.

La demanda por una mejor educación, pretendiendo un amplísimo debate en relación a todo el sistema, es interpretada como un atentado a la Constitución de la República por el rechazo de una reforma curricular arbitraria, unilateral y caprichosa que, al recordar una vieja ilustración de Dumont para el extinto “Economía Hoy”, anudan los birretes. Y es que vamos de engañifa en engañifa, acumulados tantos supuestos que el tiempo desmiente, para decepción de los propios seguidores del gobierno: la célebre computadora portátil en manos del gobierno colombiano no existe según la versión de nuestro gobierno, mas la presunción deviene certeza cuando no es una casualidad que sea atrapado un traficante de armas en el otro lado del mundo o sean admitidas algunas diligencias hechas – muy a lo “guerra fría” – por funcionarios venezolanos, como resultado del amasijo de bytes en cuestión.

La presunción ha sido una magnífica herramienta política en manos de no pocos presumidos en nuestro agitado y ya largo historial, confinándola muy después en el ámbito de la moral que en el de un eficaz pragmatismo. Empero, que sea parte de la muy humana naturaleza política, no significa o sugiere la ausencia de medios, recursos o mecanismos que detengan, frenen o compensen sus nefastas consecuencias.

La libertad de investigación y de expresión constituye el mejor escudo frente al engaño, por lo resulta indispensable un conjunto de instituciones que permitan procesar las presunciones de las que se vale el poder, sincerándolas como un cortante cuchillo de la mentira, de los falsos supuestos, de las engañifas. Prosperará la más raquítica presunción en aquellos lugares donde no hay libertad de prensa ni obre el cuestionamiento parlamentario, con las garantías necesarias para su más eficaz desenvolvimiento. Y es por ello, que las emisoras del Estado aceptan, recrean y refuerzan el carácter secesionista de la oposición o maldicen los cuestionamientos a la reforma curricular, liquidando a RCTV para ahora atacar a Globovisión y más tarde a cualquier expresión de disidencia frente a las presunciones más inocuas.

Un país bajo el yugo del totalitarismo, no permite siquiera dudar de la palabra de los oficiantes del poder, cuyas ocurrencias adquieren el carácter de sagrada palabra. Así, los cubanos creen que son los más y mejores alimentados ante un mundo completamente hambriento; pocos imaginan un régimen de seguridad social eficiente, con derechos sindicales; y todos presumen la entera culpabilidad del innecesario bloqueo estadounidense, relevados de pensar en el fracaso de un sistema que los fuerza.

A falta de talento político, con destrezas o habilidades más o menos exitosas, así como de un credo asumido con integridad, bien valen las engañifas. El neoautoritarismo en Venezuela ha gozado del poder de la presunción a sus anchas, presumido y presumiéndose como lo mejor e inevitable que ha ocurrido a lo lago de la historia venezolana.

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