Dicterios y Anatemas
Nunca está demás alertar, especialmente con el propósito de distinguir «la paja» de las esencias. Normalmente la masa multitudinaria siempre arguye no tener tiempo para ello.
Veamos: La parlanchinería populista y populachera, el lenguaje de la turba que habla desde un inaprensible nosotros, el discurso estridente oficialista no tiene absolutamente nada que ver con la serena argumentación lógico-racional de la idea coherente y bien sustentada.
La bravuconería y la enardecida violencia semántica que expelen las fauces del poder constituido, celosamente atareado en defender su cada vez Mass deslegitimada propuesta de redención social, está colocada en las antípodas de la utópica y decimonónica aspiración del sujeto político que desea la reconciliación ética y social consigo mismo y con sus semejantes.
Los antiguos sofistas como Proota oras valoraban particularmente la coherencia lógica del discurso y su validación con la correspondiente práctica individual que la corroboraba o no. Igualmente los sofistas, quienes se destacaban entre otras virtudes por su impecable dominio de la oratoria, cuidaban con escrupuloso esmero en garantizar la perfecta Inter.-relación entre las sucesivas partes que integraban un discurso. La reputación del sofista nos viene dada entre otras cualidades por la convincente elocuencia que mostraban y demostraban en sus cívicas diatribas públicas que, dicho sea de paso, eran verdaderas lecciones pedagógicas para sus «conciudadanos». En Venezuela, por el contrario, se ha instaurado un arte del denuesto, una estética verbal de la descalificación de la diferencia (Derrida). En la ultima década de nuestro devenir histórico republicano, el dicterio y el anatema lanzado implacablemente contra el interlocutor sustituyo el cordial clima dialogizo comunicativo (Habermas) que dos sujetos con cosmovisiones distintas deben resguardar en aras de confrontar sus antagónicas perspectivas ideo-políticas sin, literalmente, tener que llegar a comerse el hígado mutuamente por una disensión.
Desde la «revolución agrícola» hasta este remedo cantinflérico de «revolución» autodenominada bolivariana, el disenso se ha llevado la peor parte. No se puede pensar de modo heterodoxo sin exponerse a ser flagelado en la plaza Bolívar y sometido al escarnio y al vituperio por parte la logocracia sectaria bolivarera y echado a merced de la turba sedienta de plasma «enemiga». Kim Il Sung, Idi Amin y Pol Pot entre nosotros. Por supuesto, todo ello con la anuencia de «poetas», «ensayistas», «narradores» y «bibliotecólogos» que hoy por hoy desempeñan el abominable papel que en su aciaga hora jugó José Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz y otros apologetas del rancio cesarismo democrático redivivo.