Opinión Nacional

La guerra de Chávez

La inseguridad personal ha dado alcance a todos los venezolanos, excepto a aquellos privilegiados del poder que no salen a la calla sin custodia, armas y toda la parafernalia que pagamos todos con impuestos constantes y sonantes. Las cifras de la delincuencia son espeluznantes y ya no se trata del hurto o robo de nuestros bienes personales, sino de la pérdida de la vida misma. Las grandes y medianas ciudades, los pueblos y caseríos más alejados, los barrios y urbanizaciones, el automóvil personal o el transporte público, el hogar o la escuela, absolutamente ¡todo! se convierte en escenario para la agresión más despiadada por un modesto celular, por un par de zapatos o ¡por no tener nada! Sin embargo, más que de los índices de homicidios, hurto y robo (por cierto, estos últimos frecuentemente tomados por “extravío” para no abultar las estadísticas), deseamos llamar la atención en torno a un país sin Estado, aunque sea una dramática paradoja.

En efecto, en nuestra querida Venezuela sólo hay gobierno para estatizar, criminalizar a la oposición y despilfarrar los inmensos recursos provenientes de la renta petrolera, pero no para prevenir y castigar el delito. La presencia del Estado no constituye garantía alguna para salvaguardar la vida de las personas y resguardar los bienes indispensables. Los números del delito aumentarían aún más si nosotros mismos no tomáramos algunas previsiones básicas para evadirlo. Mientras el Presidente Chávez malgasta los reales en su diario proselitismo partidista, lo regala a otros países o lo pierde mediante empresas que estatiza y nunca funcionan, los cuerpos policiales no tienen siquiera un adecuado uniforme, un armamento idóneo, un entrenamiento convincente. Crean unilateralmente la Policía Nacional para restarle atribuciones a las autoridades regionales o locales, más cercanas a los ciudadanos, pero sigue incrementándose el número de muertos y heridos. Le quitan a Caracas la Policía Metropolitana, dependiente de un ministro preocupado por sus amigos de las FARC, mientras que en la ciudad impera el desastre. Además, valga no olvidar como el mejor ejemplo de la incompetencia y de la negligencia revolucionarias, un policía de profesión ha sido su alcalde por muchos años y, amén de la basura, nada ha hecho por preservar a los caraqueños del hampa. No hay Estado en Venezuela para sus ciudadanos, únicamente para la alta burocracia que se aprovecha de sus medios y recursos para disponer de un aparataje personal de seguridad. O, podría decirse, el Estado está privatizado por aquellos que lo dirigen, a la vez que los espacios públicos conocen del cotidiano intercambio de disparos, porque ni siquiera dieron cumplimiento a la Ley de Desarme de 2002. Por muchísimo menos que esto, anteriormente un ministro hubiera tenido que poner la renuncia, verse políticamente desterrado de la tribuna pública o – al menos- asignarle a la policía política tareas de prevención y persecución de la delincuencia común, como ocurrió décadas atrás con la propia DISIP en virtud de la emergencia que se vivía.

Lo peor que puede ocurrir es que aceptemos la situación, acostumbrándonos a lo que ha llamado la Iglesia Católica la “cultura de la muerte”. El delito es la regla y no la excepción. No se trata, como irresponsablemente dijo Hugo Chávez, de colocar un policía y un miembro de la Reserva en cada buseta del país, sino de una política integral de prevención y de castigo de la delincuencia con una administración de justicia sana y confiable, además de un sistema penitenciario realmente humano. Para eso ha tenido un gigantesco poder, tres habilitaciones legislativas plenas, el silencio cómplice del parlamento y un barril de petróleo que supera los 100 dólares. Son hábiles para amedrentar, reprimir y aplastar la disidencia política, pero no para asegurar la vida a todos, aún siendo chavistas.

Cuando Hugo Chávez y sus incompetentes funcionarios le dan prioridad al PSUV y a Cuba, por ejemplo, sin importarle la suerte de los venezolanos, directa o indirectamente nos ha declarado una guerra, una guerra civil silenciosa o de baja intensidad. Las organizaciones no gubernamentales, especializadas en materia de derechos humanos, advierten que – precisamente – son los más pobres y más los jóvenes, los habitantes de las áreas marginales, las víctimas favoritas del hampón que – impune – ya no tiene la más mínima sensibilidad.. Entonces, ¿cómo es que el socialismo chavista redime a los que no tienen nada? Estos corren igual o peor suerte que las clases medias, ya que el secuestro o la vacuna de un modesto productor del campo equivale al secuestro-express o el “peaje” al que está condenado el que sale a la calle desde su barrios no a trabajar, porque no hay empleo, sino a ¡buscar trabajo!.

Las cifras de muertos y heridos en casi 10 años de gobierno chavista aclaran muy bien a quiénes considera sus enemigos reales: los que regular, poco o nada tienen. Una espantosa guerra social que parte de un triste supuesto: para acabar con la pobreza, hay que acabar con los pobres. Y, como aliados que les hacen el favor, los delincuentes se encargan de esa tarea en beneficio de los grandes burócratas de la revolución marchita.

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