Invasión a Haití
El ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton cuenta en sus memorias que en 1994 la gran potencia norteamericana estuvo a punto de invadir Haití, el país más pobre del continente americano. Los aviones ya habían salido de sus bases, llevando a los paracaidistas que iniciarían la operación descendiendo sobre Port-au-Prince, la capital haitiana, cuando el dictador militar Raoul Cedras accedió finalmente a abandonar la Presidencia de la República e irse al exilio, con lo cual se abortó la invasión.
Cuenta Clinton que ya Cedras lo tenía harto. Presidía un gobierno irrespetuoso de los derechos humanos que había derrocado a Jean Baptiste Aristide, un sacerdote católico elegido democráticamente en 1990 que gobernó durante siete meses. Aristide se refugió en Venezuela, como huésped del presidente Carlos Andrés Pérez. Fue restaurado en el poder después de la salida de Cedras como resultado de las gestiones norteamericanas.
Para ese entonces Estados Unidos aspiraba a imponer la democracia en el hemisferio occidental después de más de dos décadas de su vergonzoso apoyo a las dictaduras militares de la teoría de la seguridad nacional. Les hacía más fácil la tarea el hecho de que se hubieran desmoronado la Unión Soviética y su área de influencia. Podían ahora invocar el respeto a las instituciones y los derechos humanos sin mayores temores geopolíticos. Era un caso diferente a la invasión francamente imperial que treinta años antes había tenido lugar en República Dominicana, la cual comparte con Haití la isla La Española en el Caribe.
Para intentar evitar la invasión de las desproporcionadamente más poderosas fuerzas militares norteamericanas habían viajado a Haití el ex presidente Jimmy Carter (primero que hizo de los derechos humanos parte de la política exterior norteamericana en el hemisferio occidental), el senador Sam Nunn y el general Colin Powell con el objeto de tratar de convencer al general Cedras de que se fuera. Se mantuvieron en Port-au-Prince hasta que los aviones norteamericanos habían despegado, a pesar de las advertencias de Clinton de que corrían peligro. Al final Cedras cedió ante una derrota cierta y la posibilidad de una masacre.
Lo anterior es un recordatorio de que a veces los gigantes despiertan. Y de que con buenas o malas intenciones pueden estar dispuestos a hacer valer su poder. Clinton fue un presidente democrático que intentó con razones, a veces buenas y otras no tanto, crear un clima de entendimiento en nuestro continente y aprovechar en el intento avanzar los intereses comerciales norteamericanos. Pero un día se agotó su paciencia. Y no dudó en utilizar el avasallante poderío militar norteamericano para derrocar a un dictadorzuelo que lo desafiaba desde el más débil y pobre de los países del continente americano.
Afortunadamente, la invasión a Haití no llegó a realizarse. La amenaza militar y los canales diplomáticos convencieron a Cedras de abandonar el mando. Los caminos alternativos adoptados desde entonces no han dado muy buenos resultados. Pero se evitó un baño de sangre.
La moraleja del asunto consiste en que no es conveniente agotar la paciencia del imperio o del presidente del imperio. En este caso no estaba involucrado ningún interés económico o geopolítico de mayor importancia. Se trataba simplemente de superar una situación vergonzosa. Pero eso fue suficiente para movilizar a las fuerzas armadas más poderosas del planeta. Y para que se estuviera a punto de acabar con todas las invocaciones de soberanía nacional de un país pequeño.
El argumento de que el objeto de la misión era terminar una dictadura que desdeñaba los derechos humanos no era despreciable. Para lograr el objetivo se podía apelar a la razón o la fuerza. Al final predominó la razón, aunque apoyada por la amenaza de la fuerza.