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Iglesias, el demagogo

El truco es viejo como la humanidad y para el segundo oficio más antiguo del mundo – la política – ha sido tan productivo y floreciente como la seducción carnal para el primero – la prostitución -: “dime qué quieres oír y te lo diré a los gritos”.

Tan es así, que sorprende que a pesar de su volcánica eficacia haya habido épocas y ciclos históricos en que su arte – la demagogia – haya sido apartado por la razón de la eficiencia y la necesidad de la productividad. Pues por conquistadora, atractiva y embrujadora que sea la práctica de la demagogia – dime que quisieras tener y te lo ofrezco de gratis – bien dice la ancestral sabiduría que si no trabajas, no comes.

Sebastian Haffner resaltó una de las características primordiales del más colosal y devastador de los demagogos del siglo XX, Adolf Hitler. Un olfato propio de bestias carroñeras para oler las debilidades del enemigo, focalizar el punto más débil donde hincarle los colmillos e intuir hasta en sus más mínimos aromas los celos de la clientela, para satisfacer con creces sus ansias y rencores, sus odios, despechos y afanes de venganza. Ambos atributos suelen, desde entonces, confluir en un depósito de material radiactivo del que los demagogos extraen la fuente primordial de sus energías: el odio colectivo hacia la política y los políticos, esa élite que se ha echado sobre sus hombros la titánica tarea de darle sentido a la enmarañada red de intereses societarios. Un odio que descansa en la brumosa y desagradable autoconciencia de la propia impotencia para actuar responsablemente, asumir el compromiso por sus propios actos y acometer la emancipación ante los poderes irracionales que nos abruman.

Si del reservorio de la antipolítica extrae el demagogo su máxima energía, de la mentira desbocada, de las medias verdades y del simple engaño extrae su especializado instrumentario. Tanto más sutil y necesario, cuanto más debe encubrir el demagogo su gigantesca obra de farsantería: él, el anti político, es el político por excelencia. Él, el predicador de la verdad, es el gran falsario. El, el constructor de paraísos, el mayor devastador de realidades. El propio ángel exterminador, si de recurrir a imágenes de la iconografía buñuelesca fuera el caso.

Pero aún lograda a plenitud esta maravilla de las artes escénicas – hacer pasar el mal por bien y hacer creíble la estafa dándole la gravedad de la confesión -, falta la culminación de la faena de tauromaquia demagógica: la ventriloquia del demagogo. Consiste en hacerles creer a los hipnotizados bajo su palabrería aparentemente contestataria que lo que sale de su boca y emerge de sus devastadoras entrañas no es su voz, sino la voz del pueblo, la voz de las mayorías, “vox populi”. Grita a voz en cuello lo que intuye grato a las mayorías, pero en un gesto de clownesca humildad pretende transmitir tan solo lo que el pueblo dice, siendo él no más que el médium, el mensajero de los sentimientos y deseos de las mayorías: caerle a saco a las instituciones, volver a la horda, abrir los portones de la barbarie, reconstruir el reino de la política bajo la ley de la selva, reinstaurar la guerra de todos contra todos. Para lo cual se le hace vital apoderarse del Estado, precisamente el artilugio inventado por el hombre para ponerle coto a ese bellum omnia contra omnes y ponerlo al servicio de la barbarie. Llave para abrir la caja de caudales del poder, su poder.

Éste no es un ejercicio retórico o un mero dibujo de imaginería política. Es lo que conocemos del amanecer y el ocaso de todos los procesos de destrucción social masiva, revoluciones totalitarias y guerras mundiales incluidas, llevadas en brazos de la demagogia populista. Fue el caso del nacionalsocialismo, del peronismo, del castrismo y de todas las experiencias de la demagogia canibalesca que hemos vivido en América Latina – tierra de caciques, fabuladores, tinterillos, aventureros, asaltantes y trashumantes – y que sufrimos en Venezuela desde que en el seno de las fuerzas armadas, rodeado de metralletas, tanques, aviones, fragatas y toda suerte de instrumentos de destrucción masiva se incubara la demagogia de un delirante no por casualidad bautizado por sus camaradas de cuartel como “el loco Chávez”. Vale decir: cuando del seno de una sociedad desorientada por una crisis inédita para la que no se habían desarrollado anticuerpos, pobre en cultura e instituciones, surgiera un venezolano con excepcionales dotes demagógicas, carismático, inescrupuloso y ambicioso hasta alturas siderales. Que en poco tiempo oliendo la mediocridad del Poder mientras servía en el Palacio de Gobierno descubrió que ser presidente de la República era más fácil que ser doctor en ciencias físicas y que para enriquecerse a alturas siderales mucho más directa era la vía del golpe de Estado que el arduo camino del emprendimiento. La estaban dando. Sólo necesitaba unir la fuerza de las armas con la pólvora de sus palabras y la colosal irresponsabilidad política de sus semejantes. Así fue como a ese analfabeta de agallas siderales, sorprendentes dotes histriónicas y fabulador como personaje de García Márquez lo respaldaron filósofos, juristas, empresarios, editores, periodistas, jueces, historiadores y la clase más pudiente del país. La seriedad nacional. Aunque Ud. no lo crea.

En el caso, nada excepcional. Pues a la demagogia de unos pocos bajo la dirección del redentor iluminado, se unen los instintos autodestructivos, los anhelos suicidas que en determinados momentos suelen acometer al colectivo. Una extraña mezcla de aventurerismo extravagante, de jugar al riesgo y apostar a lo insólito, con el extravío de la brújula de la auto conciencia. A ver si en verdad el paraíso es posible y como asegura el demagogo – Castro un día, Chávez, el otro, Iglesias, mañana – está a la vuelta de la esquina, así no más sea bajo la forma de una degollina que se lleve por delante, cámara de gases, paredón o con escopetazos al rostro mediante, todo lo que detestamos: desde el tendero judío al niño educado y desde el señor ilustrado al amigo exitoso. Por nada extraña razones, sólo caen los enemigos del demagogo. Los otros ya están a buen resguardo.

 

Basta un mínimo de rigor informativo para comprobar que Iglesias, el demagogo de moda en España, miente como un carretonero y no tiene el menor escrúpulo en hacerlo. Ante el irresponsable jolgorio de quienes ansían vengarse de quienes les han hecho la vida demasiado placentera. Pues la estupidez humana a veces llega a esos extremos. ¡A por las instituciones! – reza la orden. ¡A por los políticos! – salvo los nuestros, benditos sean. ¡A revolver el río, que la pesca es milagrosa!

Nutrido de la demagogia latinoamericana y confrontado a la catástrofe prohijada por su protector y mecenas, Hugo Chávez, acaba de soltar una perla que si la mentira fuera penada por ley, lo llevaba a la cárcel. Conminado por una periodista de un canal de televisión española a dar respuesta a sus relaciones con Chávez ha dicho que no niega su admiración por quién permitió enfrentar un revocatorio: oculta la naturaleza fraudulenta de tal revocatorio, cumplido sin el más mínimo respeto a las normas constitucionales, y se guarda de contar que burlándose de un plebiscito con el que quiso imponer la reelección indefinida que le fuera rechazado, lo impuso luego por la fuerza. Y que tal revocatorio era un espantapájaros: se hizo reelegir en cuatro oportunidades. Y en el colmo del desprecio a la democracia, impuso a su heredero bajo acuerdo con los Castro, sus otros mecenas. Desde aquella elección que lo elevara a la presidencia, el 6 de diciembre de 1998, hace ya 16 años, en Venezuela se vota, pero no se elige. Las elecciones las organiza y maneja a su antojo un virtual ministerio de elecciones del régimen. ¿Es lo que quiere Iglesias para España?

En la misma entrevista habla de la amenaza de los medios a la libertad de expresión, callando el hecho de que tal libertad no sólo no existe en Venezuela, sino que el régimen castrochavista caro al demagogo Iglesias ha montado el más gigantesco imperio mediático, expropiando, robando o comprando con los dineros del fisco que nadie le fiscaliza prácticamente todos los medios de comunicación. Al extremo de que el gobierno del Gran Hermano de Iglesias monopoliza y abusa indiscriminadamente del poder de la palabra. Goebbels, el gran maestro. ¿Es lo que quiere el demagogo Iglesias, es lo que quieren sus enloquecidos seguidores para España?

 

@sangarccs

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