Goodbye Lenin
Este domingo 9 de noviembre se celebra un cuarto de siglo de la caída del Muro de Berlín, efeméride que marca el nacimiento de una nueva Europa. Erigido en 1961 bajo la atroz dictadura roja de Walter Ulbricht, la tapia de hormigón de 43 kilómetros de longitud configuró un corral ignominioso y emblemático de la realpolitik socialista, con la risible excusa de “muro de protección antifascista”. Durante 28 años, fue escenario de ametrallamiento de jóvenes y de ingeniosos escapes furtivos, pero sobre todo, fue la mejor representación del campo de concentración que recluía a la sociedad entera en los países situados detrás de la Cortina de Hierro. Entre las huellas vergonzosas del comunismo del siglo XX, el muro quedará como otro convincente mentís a la basura propagandística del llamado “humanismo marxista”.
Es una fecha que pertenece a toda la humanidad y que podemos y debemos celebrar con el afecto de un acto nuestro; que nos recuerda que no importa cuánto poder haya acumulado un régimen o un sistema totalitario, sembrador de represión y miedo, porque siempre existe la reserva moral y la voluntad para recobrar la libertad. Con el muro de Berlín se vino abajo el colosal y casi mítico poderío militar y represivo gestado en el comunismo soviético e impuesto a la mitad de Europa. Un imperio que las circunstancias históricas proyectaban como imbatible, pero que pese a todos sus recursos estaba condenado al fracaso económico, a la militarización a ultranza, al atraso social, a la corrupción y a la escasez. Tampoco pudo impedir que el sacrificio, la decisión y el atrevimiento de valerosos ciudadanos de aquellos países, entre los que recordamos a Lech Walesa, Alexander Solzhenitsyn, Imre Nagy o Vaclav Havel, sembraran la esperanza y la voluntad necesarias para sacudirse el yugo comunista. Ojala su memoria nos ilumine.