La casa ensombrecida
A Marcel Granier
Luz, quiero luz…
Goethe
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Es cierto: el tirano no ha terminado por mostrar todas sus garras. E imponer con impudicia sus más profundos anhelos: instaurar en Venezuela un régimen despótico, autocrático, militarista y vitalicio. Aplastando de paso los residuos de civilización y restaurando los genes de la barbarie que acechan en los más profundos sedimentos de nuestro país desde los comienzos de su historia. Dicho en términos gramscianos, no ha tenido éxito en instaurar su hegemonía – la ideología totalitaria – en el seno vital de la nación, que es su sociedad civil. A despecho del uso masivo de todos los instrumentos del Estado, de la gigantesca dilapidación de recursos para universalizar la compra de conciencias, de la persecución, la represión y el aplastante dominio discursivo de sus medios – nuestros medios, usurpados – el régimen ha quedado paralizado en medio de su campo de batalla. Gramsci tenía razón: la hegemonía termina por imponerse sobre el ejercicio bruto del poder estatal. Sin ideas, no hay control total. Sin espíritu, no hay revolución.
Habrá tiempo para dilucidar a qué factores se debió esta tenaz y perseverante resistencia de nuestra sociedad civil. Intrínseca, profundamente democrática, libertaria e igualitaria. Y lo habrá también para terminar por comprender en dónde radican los mayores peligros para la convivencia democrática. Existe una ruptura cruenta y profunda en el seno de nuestra sociedad entre aquellos sectores que conocieron los beneficios de la modernidad y la convivencia democrática, desplegados gracias a la conjunción de los ingresos petroleros y la ilustración de nuestras élites, convirtiéndose en el ancla de las ideas y anhelos pacíficos y democráticos, y aquellos sectores rezagados, marginados de dichos beneficios. Han sido el caldo de cultivo del despotismo, la carne de cañón del populismo autocrático que asaltara el Poder desde finales del siglo pasado. Continúan siéndolo. El régimen sobrevive no sólo gracias al uso perverso y hamponil de las instituciones del Estado – pervertidas y secuestradas por la barbarie y la corrupción, desde la asamblea y el TSJ hasta los altos mandos de nuestras Fuerzas Armadas – sino al fervoroso respaldo de los sectores más retrasados de nuestra sociedad. Convertidos no sólo en masa aclamatoria, sino en ejércitos mendicantes dependientes de las dádivas del clientelismo y la estatolatría.
Me atrevo a sugerir – sin pretender facturas morales – que en gran medida la resistencia activa de la sociedad civil ha sido promovida y fortalecida antes por los intelectuales que por los políticos, por los medios que por los partidos, por los comunicadores que por los empresarios, por la clase media que por los sectores populares. De allí el odio y el resentimiento del teniente coronel y sus secuaces contra nuestros intelectuales y nuestros periodistas, nuestros medios y nuestros comunicadores, nuestra clase media y su acendrado sentimiento democrático. Las amargas requisitorias de un Pedro Carreño o un José Vicente Rangel, de un Mario Isea o un Earle Herrera, de un Carlos Escarrá o una Lina Ron – todos tal para cual – son la demostración irrebatible de que el asalto de la barbarie a nuestra tradición democrática y libertaria se ha encontrado con un muro infranqueable. La hegemonía dominante es esencial, medularmente democrática.
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De allí la importancia crucial del asalto a RCTV y el despertar del movimiento estudiantil. El 27 de mayo marca un antes y un después. Esa fecha supuso el fracaso del intento del régimen por hacerse con el dominio y el control de nuestra Hegemonía. Que es de naturaleza espiritual, no tecnológica. Que descansa en el intangible universo de las ideas y creencias y no en el aparataje instrumental de los más sofisticados medios de comunicación masivos. Que reposa en las tradiciones y no en los manuales de marxismo leninismo. Que se decanta en el espíritu, no en las bóvedas del Banco Central. En los hogares, no en los cuarteles. En los sentimientos, no en las consignas.
Después del avasallante triunfo electoral de diciembre de 2006, cuando el presidente de la república fuera reelecto por tercera vez ante una alternativa que no representaba a cabalidad los sentimientos, la disposición y los anhelos de la sociedad civil venezolana – de allí que podamos hablar de una victoria y de una derrota a medias – el jefe militar de esta suerte de insurrección de la barbarie creyó necesario avanzar sobre los principales bastiones de la sociedad civil asaltando lo que creyó era el corazón de nuestra Hegemonía: las universidades, las iglesias y los medios. Ninguna casualidad que por esas mismas fechas, comienzos del 2007, saliera a relucir el nombre de Antonio Gramsci. Citado sin orden ni concierto y con absoluto desconocimiento de causa por el teniente coronel. En otro artículo en donde trato de los influjos conscientes o inconscientes de Gramsci y de Mussolini sobre Hugo Chávez[1] – me aventuré a imaginar en Antonio Negri, el ideólogo de las Brigadas Rojas, involucrado en el asesinato de Aldo Moro, y otros grupos del extremismo radical italiano de los setenta, la mano que tendiera los Escritos de la Cárcel sobre el escritorio de nuestro ágrafo caudillo.
La lectura no fue perfecta. Gramsci cabalga entre el democratismo obrero y el stalinismo soviético, ingredientes que también se encontraban en la base del pensamiento del Ordino Nuevo de Mussolini, su perfecta contrafigura. Murió sin resolver la contradicción. Hugo Chávez mezcló ambos ingredientes y el resultado fue una brutal recaida en el fascismo mussoliniano y una absurda pretensión de conquista de la hegemonía democrática. Despertó del ensueño con un revitalizado movimiento estudiantil y con la desafección de millones de venezolanos, que consideraban mucho más esencial contar con la señal abierta de RCTV y sus programas cómicos y melodramáticos que con una indigesta y trasnochada revolución bolivariana. Son metáforas, pero de una aterradora eficacia.
Con las iglesias el esfuerzo gramsciano fue aún más bufonesco. Hasta intentó crear una iglesia ad hoc, bolivariana, si cabe tan absurda pretensión política. De la que él sería el Supremo Maestro. La apostasía llegó al absurdo. De todas las iglesias, la católica, imperante en el centro de nuestra hegemonía asumió el protagonismo central de la contestación. Las declaraciones emitidas por la Conferencia Episcopal Venezolana no sólo retomaron la tradición sentada por monseñor Blanco en su lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez. Constituyen un acervo democrático imborrable.
3
Que el régimen se lanzaría al asalto de las universidades quedó expresamente de manifiesto inmediatamente después de la victoria electoral de diciembre de 2006. Era previsible. Recuerdo haberlo discutido expresamente con algunas autoridades rectorales, insistiendo en la necesidad de fortalecer la tradición autonómica y la capacidad de resistencia ideológica y política de nuestras universidades. Dándole a nuestros más altos centros académicos la prestancia y la grandeza intelectual y científica, únicos y verdaderos elementos capaces de sostener esa autonomía, blindada por el coraje y la disposición de combate de los estudiantes universitarios.
Se dice fácil. En los hechos, la realidad se muestra más compleja y delicada. Venezuela jamás hubiera llegado al nivel de barbarie que hoy la (des)gobierna sin la degradación de la vida intelectual y científica nacional, particularmente sin la obsecuencia y la complicidad de algunas de nuestras más afamadas universidades. Tres altos funcionarios o consejeros áulicos del régimen fungieron de rectores de la UCV – “la casa que vence las sombras” -: Edmundo Chirinos, Luis Fuenmayor Toro y Trino Alcides Díaz. De los cuadros profesorales y académicos de las universidades, pero particularmente de esa misma UCV, se ha alimentado el chavismo para llevar a cabo la más sistemática y ruin destrucción de nuestra infraestructura institucional, política, cultural, económica y empresarial. Profesores de la UCV han dirigido la planificación, la cultura y la economía de este (des)gobierno. Y si bien no cabe achacarle a nuestra principal casa de estudios la principal responsabilidad por el montaje de esta auténtica deconstrucción institucional, lo cierto es que en su seno se han cobijado no pocos elementos del fascismo imperante. Travestido de socialismo revolucionario. No es responsabilidad de las autoridades de la UCV el que connotados encapuchados de los noventa ocupen hoy cargos ministeriales. Pero un hecho de tanta gravedad tampoco puede ser soslayado.
En esta dramática disyuntiva entre dictadura o democracia que hoy enfrentamos, ¿pueden nuestras universidades escudarse en el academicismo como coartada para su obsecuencia ante el brutal asalto de la barbarie? ¿Pueden las autoridades rectorales y académicas reclamar un apoliticismo en las gestiones y actividades de sus aulas e institutos? ¿Deben bajar la testuz y acomodarse al poder ante el temor de ver recortados sus presupuestos e intervenidos sus espacios?
Sería una grave declinación de sus altas responsabilidades éticas y morales. Sería un siniestro precedente de acomodo y venalidad. Al frente de sus campos de estudios, las autoridades universitarias y los dirigentes estudiantiles tienen la inmensa, la grave y la maravillosa responsabilidad de asumir la vanguardia en la lucha por la libertad y la democracia. Es lo que el pueblo espera de sus intelectuales y académicos. Lo que exige de sus más altos centros de estudio: ponerse al frente de la lucha contra las sombras.

[1] Gramsci y Mussolini en Miraflores.