¿Qué hora es?
Celebrados por mil padres, la oposición también ha vivido algunos momentos estelares, aterrizando luego en fracasos de una absoluta orfandad. Y cada quien dice adivinar al próximo protagonista, como si la tarea dependiese de la gesta exclusiva y salvacionista de una agrupación o personalidad de garantizada e ilimitada gallardía que decreta automáticamente el estorbo, la ausencia o pulverización de otros.
Principiando la década, la protesta de los trabajadores de la industria petrolera, acaso instancia decisiva e inapelable del país, supuso para muchos la exclusión de otros sectores tan vivaces como el que más, en la rebelión cívica. Inmediatamente después, la atención se concentró en los militares acantonados en el hotel “Four Seasons”, quienes aceptaban a la dirigencia partidista como suerte de visitante indeseado en la Plaza Altamira, colocando las escobas de rigor detrás de la puerta según la popular fórmula.
Vistos en la superficie, donde flotan con rapidez y facilidad sus miserias y mezquindades, los partidos políticos escasamente ocupan un sitial de representación de la lucha emprendida hace diez años, ganando todos los torneos inimaginables del fracaso. Y cuando nos preguntamos de la apuesta salvacionista venidera, nadie es capaz de hurgar en sus profundidades.
Ha sido importante y demoledora la presencia combativa del estudiantado democrático frente a un régimen que condena a sus muchachos a las consignas y nóminas, pero no ha de ser la única por más que se empeñen los fotógrafos del análisis efímero, huero y cómodo de cada instante. Por más que Villalba, Betancourt y el resto de sus camaradas insurgieran frente a la ominosa dictadura en los carnavales de 1928, no sólo hubo la necesidad de aunar esfuerzos con otras edades en el intento de tomar el cuartel San Carlos, sino que a la postre aumentó la de comprometer a todo un país con diferentes banderas, motivaciones y retos.
La lección que dieron los huelguistas de hambre en la sede de la representación de la OEA en Caracas, reside en el levantamiento oportuno al conquistar el objetivo propuesto, aunque hubo estudiantes que – por ejemplo – trataron de hacer o de prolongar la huelga en la ciudad de San Cristóbal por la libertad de Gustavo Azócar, quien está trabado en un juicio de condiciones y realidades diferentes. A juzgar retrospectivamente por los estrategas de poco menos de diez años atrás, la huelga de hambre se hubiese regado en todo el país, para luego – como el paro petrolero – languidecer, convertida o degenerada la táctica en un simulacro de estrategia.
Creemos que la lucha opositora es un proceso, un rico proceso poblado de matices y dificultades, que no puede simplificarse en los actos protagonizados por uno o pocos sectores o personalidades, quienes – sobrepasando entusiastas los límites – desean prorrogarlos contra el más mínimo sentido y gesto de sensatez política. Y mucho menos, por un decreto de los más mecánicos que abundan en el mercado de los prejuicios, excluir a los partidos políticos, a quienes se les desconoce aún por el aporte frecuente – aunque insuficiente – de sus cuadros militantes y técnicos donde el ciudadano común tiembla demasiadas veces, pensando en la familia, la “playita”, etc. Sin embargo, la observación merece otra con aires de reprimenda.
Hay quienes del modo más oportunista posible, afiliado, adherente o dirigente de uno de ellos, dice que esta no es la hora de los partidos. Y tan amable sentencia, susceptible de los aplausos más estridentes, es absolutamente falsa porque no podemos desterrarlos del horizonte y, además, constituye una perfecta maniobra de distracción.
Digamos que los partidos deben compartir la dirección del combate cívico que hemos emprendido, pero ocurre que, al tratar de dispensarlos por tan falaz sentencia, delatan un miedo a ser interpelados, el inmenso temor de un auscultación que revele el origen de sus miserias y mezquindades, prefiriendo pasar por debajo de la mesa en una estafadora o estafante modestia de falsos quilates. Por si fuera poco, ayuda a otros sectores o personalidades a solaparse en la adivinanza de aquellos a quienes quizá les toquen protagonizar el momento, sin ni siquiera saber qué hora es en términos políticos e históricos.