Macabros
Cualquier devoto de la revolución y creyente de la supuesta existencia del socialismo del siglo XXI, se sentirá ofendido si se afirma que el aumento desmedido de las muertes violentas en el país -en los diez años del mentado proceso- se debe al regodeo que el jerarca máximo siente ante la sola mención del término que significa el fin de la vida. El problema consiste en que el grito de batalla ¡patria, socialismo o muerte! ha sido confundido por los delincuentes afiliados al pesú, con patria, socialismo y muerte. Los supuestos intentos de asesinato que se han urdido en contra del guerrero de cero batallas, son traídos y llevados, contados y cantados por el mismo como si la única vida importante en el planeta tierra fuese la suya.
Ocurre que mientras ese magno líder -que por fortuna para la civilización universal nació en Sabaneta, Barinas, Venezuela- gime como plañidera por los propósitos homicidas que urden contra su magna persona el Imperio y sus socios venezolanos, se olvida de referirse aunque sea de refilón a la mortandad de decenas de venezolanos, en su gran mayoría pobres y jóvenes, por el impacto de balas de todos los calibres. Las armas y las balas son más fáciles de conseguir que un kilo de azúcar en un supermercado. La deducción de los malandros y malvivientes que se arropan bajo el manto revolucionario no puede ser más lógica: matar es una manera fácil y segura de ganarse la vida y puede ser hasta una diversión. Como la única vida digna de ser preservada es la de la reencarnación de Simón Bolívar, las demás no valen medio.
Si los chavistas de los anillos de adulantes y genuflexos que rodean al líder creen que a ellos nos les va a tocar, que se bajen de esa nube. Ya han caído policías de cierto rango y militares de alta jerarquía como coroneles. En la medida que esas muertes queden impunes, los asesinos se irán envalentonando y la emprenderán contra viceministros, ministros, parlamentarios y paremos de contar. Los asesinatos de un alcalde de oposición en el estado Táchira y las de unos cuántos dirigentes sindicales en el estado Bolívar, no pueden atribuirse al hampa común. Los políticos de la revolución han interpretado, a su manera, el grito muerte que forma parte del apotegma chavista: muerte para el que estorbe mis aspiraciones o negociados y muerte para el que me gane una elección. La novelista Ángeles Mastretta, autora de esa obra extraordinaria sobre el salvajismo de la política mexicana de fines del siglo XIX y casi todo el XX, que se llama “Arráncame la vida”, no tendría que esperar mucho para escribir una segunda parte ambientada en la Venezuela de Chávez.
Para redondear su morbo macabro, el aspirante a morir con las botas puestas -es un decir- en su caso sería con los zapatos de Armani o de Yves Saint Laurent, tiene especial admiración por los gobernantes con importantes prontuarios de genocidas como Gadafi, Mugabe o Lukashenko sin dejar a un lado a Fidel Castro. Y como ícono de su revolución, a uno de los criminales más aberrados en la historia de la América latina: Ernesto Che Guevara. La pasión que despiertan en Chávez esos sangrientos personajes se desborda y pasa a niveles dignos de estudio psiquiátrico. Me aventuro a diagnosticar que no es solo la impunidad de sus crímenes lo que la anima sino el tiempo que han permanecido en el poder a pesar de ellos. En el caso del iraní Mahmud Ahmadinejad lo más admirable para el nuevo embajador plenipotenciario del fundamentalismo islámico en América latina, es que aquel proclame sin rubores que va a borrar a todo un país de la faz de la tierra.
La Orden de El Libertador y la Espada de Bolívar repartidas como baratijas entre esos sátrapas, simbolizan el concepto que Chávez tiene de la democracia y del respeto por los derechos humanos. En cualquier momento nos sorprende con las condecoraciones pos mortem a Adolfo Hitler y a Benito Mussolini. Pero antes que ellos está, en la lista de espera, Osama Bin Laden.
Para continuar la práctica del morbo mortuorio, el gobierno o la fiscalía que en definitiva son la misma cosa, han decidido exhumar los cadáveres sepultados, hace ya más de veinte años, en la fosa común de La Peste en el Cementerio General del Sur. ¿Les interesa a estas alturas hacer justicia a los muertos por disparos del ejército el 27 y 28 de febrero de 1989 en el llamado Caracazo? Por supuesto que no, sólo los mueve el propósito de exculpar a los militares que participaron en la represión de aquel caos y que hoy son revolucionarios de conveniencia, como casi todos. Y por supuesto ejercer venganza contra la bète noir del teniente coronel Chávez, el ex presidente Carlos Andrés Pérez a quien el primer golpista de la nación y sus compinches, quisieron asesinar el 4 de febrero de 1992 pero fracasaron en el intento.
Es imposible saber cuando el gobierno anuncia sus intenciones de pedir la extradición de Carlos Andrés Pérez, un hombre de ochenta y siete años y además condenado a una silla de ruedas por tener paralizada la mitad de su cuerpo, si se están burlando o hablan en serio. Prefiero, conociéndolos, inclinarme por lo segundo. No debería sorprendernos que un día de estos la obediente fiscala Luisa Ortega Díaz pida la exhumación de los restos de Rómulo Betancourt y de Raúl Leoni para seguirles juicio público por las muertes de los guerrilleros que quisieron liquidar la democracia en los años 60.
“Viva la muerte” no es en Venezuela una película de Fernando Arrabal, sino el pan de cada día de los habitantes de este querido país.