Opinión Nacional

La pólvora del mito

Segura herencia de Chávez Frías, mil toneladas de tinta y bytes dejará a los futuros investigadores. Importará menos su biografía personal, reinventada a partir de la habilidosa imposición sobre sus compañeros de ruta, y más la sociedad que lo produjo en medio de una debacle moral, política y – valga el mecanicismo – petrolera, amasados justos y pecadores en un salto al vacío.

La última edición del programa dominical, escenificado en los llanos apureños, muestra la terquedad de un mito bajo el formato que lo ha fortalecido. El orador tan parecido a un pastor evangélico suburbano, exaltado por el dogma literalmente interpretado, siempre propenso a facilitar un milagro, deviene espléndido animador televisivo que es capaz de cabalgar y de cantar, coreografiando el poder.

Pesa más el salvador que la salvación que encarna o dice encarnar, y – agotado el patio interior – bien vale expandir sus promesas, confiriéndole una simple intención geopolítica a lo que se convierte en un proyecto huérfano de pertinencia y significados históricos. Renglón éste en el que compiten los más convencidos marxistas, reducidos e impotentes frente a la dinámica escabrosa del oportunismo y utilitarismo de quienes adivinan que la novedad del régimen solamente radica en el trasplante del llamado socialismo real: imitación que reporta beneficios inmediatos en el gigantesco circuito que, por cierto, multiplicándolo exponencialmente, hace palidecer aquellas viejas denuncias en torno a PENTACON y los Doce Apóstoles.

El llamado al pueblo colombiano para tomar las banderas de la bolivarianidad, sincera la necesidad de esa expansión que también angustia a las FARC y al Polo Democrático. Por más que un Fermín Toro Jiménez, entre nosotros, desespere por darle legitimidad histórica y política a la pretensión, a través de una obra editada por el gobierno, buen rato relegada en el discurso oficial, o que se diga de bases estadounidenses y CIA a la vez que palpamos bases rusas y G-2, es evidente la equívoca doctrina independentista que oculta la que surge de los matillazos al yunque de las circunstancias, presuntas “palabras lanzadas al viento a través de su programa”, como refiere el senador Jaime Dussán a “El País” de Colombia.

La doctrina penal del socialismo en curso, requiere del relanzamiento vigoroso del mito que integre, movilice y conceda un mínimo de racionalidad al régimen, propiciando el fanatismo y los escenarios que, pueblo adentro, están exhaustos. Intentando sacralizar el mensaje de exportación, acá adquiere una resonancia de franqueza, desnundándolo al galope de la realidad sociológica del petróleo: un oficial activo de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, Antonio Benavides, con su mitin en la más reciente marcha caraqueña, aporta a sí mismo el esfuerzo que cree indispensable para trepar en el escalafón castrense, pues la decidida incursión verbal parece más una certificación de su existencia y confiabilidad que el convencido llamado a imponer orden en el país donde ahora conocemos de los delitos económico, mediático y educativo, subsumidos en la vasta criminalidad política.

El mito bolivariano, curiosa explotación y exponencial exageración del imaginario guzmancista o lopecista, urge de un sujeto de la salvación, pues, a falta de proletariado que redimir, según el canon, se atreve a un itinerario internacional de redención. Generador de desempleo, negador de las contrataciones colectivas donde ya abunda el sicariato, reacios los trabajadores venezolanos a rifarse su destino una vez más, tratará de bañar con la pólvora del mito al pueblo colombiano, quien – ciertamente – tiene sobradas razones para demandar un mejor futuro.

Ya es tarde para una suerte de “Greenpeace” político, empujado por el satélite artificial y demás recursos públicos, sustentado en el derecho humanitario, ecológico u otros que surgieran en el camino de una conmoción mundial. El socialismo campamental no se moverá jamás en el terreno de la sociedad civil internacional, sino en el que los Estados son los actores insustituibles, propicio para un canciller activista y una cancillería de agitación como la nuestra.

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