Opinión Nacional

Bizarra normalidad

Aunque ha sido “por ahora” engavetado, el proyecto de Ley contra Delitos Mediáticos, presentado al Congreso por la Fiscal General Luisa Ortega Díaz, debe ser visto como una seria amenaza a la libertad de expresión en Venezuela. Las definiciones de “delito mediático” y “medio de comunicación” son tan amplias y poco específicas que acciones inofensivas podrían ser penalizadas. Cualquier denuncia podría ser interpretada como un atentado contra la paz social, el orden público o la salud mental. Cualquier crítica al gobierno podría ser vista como una acción para promover el odio, la hostilidad y la violencia. Incluso la omisión voluntaria de informaciones –que a veces es difícil de separar de la incompetencia y la flojera– podrían ser castigadas con varios años de cárcel.

En su discurso en la Asamblea Nacional la Fiscal General defendió el proyecto de ley citando la Constitución, leyes internacionales y una sentencia del Tribunal Supremo. Varias veces tuvo que hacer pausas porque los aplausos de los diputados al final de sus frases no la dejaban seguir. Sus argumentos eran rencorosos, vengativos, fanfarrones, repletos de sofismas y contrarios a los más elementales principios democráticos. Pero Ortega Díaz los esgrimió con naturalidad. La Fiscal General hablaba como si se tratara de cualquier debate legítimo de ideas, y no de una apasionada defensa de una ley totalitaria.

Tuve la oportunidad de padecer su discurso en vivo y debo confesar que no causó en mí una gran impresión. Mi impresión vino después, cuando la ley provocó un justificado furor internacional, la leí completa y me di cuenta de cuán extrañamente “normal” había sido mi reacción a las gaseosas definiciones de la ley. No es la primera vez que me pasa. En su marcha autoritaria Chávez se ha convertido en una máquina generadora de escándalos, comprimiendo exageradamente el ciclo de noticias. Escándalos y noticias importantes son desplazados rápidamente por otros escándalos y noticias importantes. Sucesos que en otros países serían materia prima para varios meses de análisis y reportajes se escurren con asombrosa facilidad del debate público. Lo importante se ha vuelto trivial y lo grotesco normal. Lo cual es entendible: si todas las noticias son escándalo, ninguna, en el fondo, lo es.

Hace unas semanas Alberto Barrera Tyszka comentaba esta bizarra normalidad en un artículo sobre el proyecto de Ley contra Delitos Mediáticos publicado en El Nacional. Citando el artículo 11 de la ley, que prohíbe utilizar los medios para promover el odio y la hostilidad, Barrera decía que se necesita al menos una mínima dosis de esquizofrenia para suscribir este artículo y a la vez apoyar a un presidente que en los medios públicos llama a “pulverizar” a sus adversarios, dice que los ricos odian a los pobres y estampa una etiqueta de “escuálido,” “traidor” o “golpista” a todo el que piense distinto a él. Sobre el artículo 10, que penaliza la omisión de informaciones, Barrera se preguntaba cómo alguien afecto al gobierno podía entusiasmarse con un instrumento legal que en teoría podría forzar a todos los medios oficiales a hacer algo que jamás hacen: realizar investigaciones independientes y transmitir informaciones sobre las protestas y manifestaciones de la oposición. ¿Cómo es posible –se preguntaba Barrera– que todo esto les parezca tan lógico y coherente? ¿Cómo es posible que los seguidores de Chávez puedan ignorar el obsceno doble estándar? ¿Cómo puede ser todo tan normal?

El artículo de Barrera me gustó mucho porque varias veces me hecho las mismas preguntas. El gobierno se las ha ingeniado para alterar los códigos que regulan el debate nacional, arrimando al país hacia una suerte de anomia moral. Estándares que regulan la discusión pública han sido rebajados o eliminados. Arbitrariedades que antes eran motivo de escándalo ahora son vistas como normales y parte del juego político. Crímenes y delitos oficiales que en otros países serían hitos históricos se escurren de los medios como noticias efímeras. Reglas y criterios objetivos que permiten evaluar y juzgar comportamientos han sido sustituidos por un vació donde el poder y la fuerza se imponen sobre la razón. Ya no importa qué está bien y mal, ni porqué algo está bien o mal, sino quién determina qué está bien y mal.

Muchos chavistas están conscientes de que el presidente ha llevado el país a esta bizarra normalidad y siguen apoyándolo por conveniencia, miedo o dependencia. Pero creo que otra parte –mucho más numerosa– ha simplemente caído en la trampa de la polarización. Chávez ha dinamitado el centro del espectro político, el único lugar donde los venezolanos se pueden encontrar para dirimir mediante el diálogo sus diferencias y forjar compromisos para alcanzar acuerdos. Y, dividiendo a los venezolanos, satanizando al adversario y convirtiéndolo en enemigo, el presidente ha logrado transformar la política en una batalla campal donde ciudadanos-soldados no escuchan ni analizan los argumentos del otro bando sino simplemente buscan derrotarlo en una pelea donde todo vale. Cualquier denuncia o argumento de la oposición es tomado con sumo escepticismo, porque –como en la guerra– el único objetivo es derrotar al enemigo y el cambio de lealtades no es una opción real.

Esto explica que el gobierno se pueda dar el lujo de esperar dos semanas para responder con un argumento medianamente racional a las acusaciones de los lanzacohetes de las FARC o que jamás haya ofrecido una explicación seria sobre el escándalo del maletín con los ochocientos mil dólares. Explica que la amistad entre Lina Ron y Chávez sea vista como algo normal, como son vistas como normales las apariciones de esta delincuente en actos y conferencias de prensa oficiales después de los ataques violentos que perpetró el año pasado en el Arzobispado de Caracas y el canal Globovisión. Y también explica la impunidad con que el gobierno manipula el lenguaje, deformando y cambiando significados, rotulando arbitrariamente los actos de la oposición y tratando de borrar sus abusos simplemente llamándolos de otra manera.

¿Qué hacer frente a esta situación? ¿Qué hacer para que la discusión racional, la voluntad de convivencia y la capacidad de compromiso vuelvan a tener un rol en el debate público? ¿Qué hacer para restablecer criterios y estándares que nos permitan evaluar objetivamente el comportamiento de nuestros líderes, independientemente del bando al que pertenecen? ¿Cómo podemos escindir el concepto de moralidad del concepto de lealtad? ¿Qué hacer para frenar esta grotesca manipulación del lenguaje? ¿Para devolverle, como decía Octavio Paz, la transparencia a las palabras? Estas preguntas tienen una respuesta fácil (derrotar a Chávez en 2012), pero pienso que alcanzar este objetivo depende en parte de nuestra capacidad de encontrar otras respuestas.

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