Opinión Nacional

Curso elemental de ética revanchista

Apenas un ejemplo de la complejidad y, a la vez, terrible simplicidad de la cotidianidad política estadounidense, llama la atención la muy difícil supervivencia del líder que miente en torno a su vida privada. Excepto Bill Clinton, en las postrimerías de su segunda gestión, candidatos a cualesquiera de los cargos de elección pública, parlamentarios, magistrados y hasta gobernadores en ejercicio que osen ocultar la antigua contratación de un inmigrante ilegal para labores las domésticas, alguna multa y detención por motivos alcohólicos o una relación amorosa así no la haya agendado en una lejana isla del Pacífico o Atlántico, sabrán del inmediato castigo de la opinión pública, con las consecuencias del caso.

Abundan las disertaciones sobre la moralidad protestante, el empleo de armas innobles para la competencia política o la galopante hipocresía de una sociedad decadente, pero lo cierto es el reclamo vigente, rotundo y consecuente de una misma conducta para los aspirantes y ocupantes de posiciones públicas, inhabilitados para las engañifas privadas. Baremo internalizado y únicamente posible cuando existe una plena libertad de prensa, una aceptable administración de justicia, una efectiva división de poderes, la posibilidad de constituirse en un factor de presión o la holgazana vocación de agotar la paciencia ajena.

Valga ilustrar el caso con las audiencias senatoriales de la ya recientemente confirmada como miembro de la Suprema Corte, Sonia Sotomayor, porque no hubo rincón de su trayectoria profesional y académica o faceta de su historial doméstico y familiar, que no pudiera exponerse a través de la prensa, de las ocurrencias parlamentarias, de alguna predisposición o tremendismo ciudadano. Susceptible de una mayor sensibilidad y escándalo, superó el examen inicial de acreditación pública al no asomarse ningún tropiezo decisivo en relación a su vida personalísima.

De tratar elementalmente el caso venezolano, dependiente de los niveles de desarrollo institucional, libertad de expresión y de la propia cultura política alcanzados, hoy escasean los criterios de medición moral y ciudadana que efectiva y rápidamente afecten el tránsito por la ciudadela política en la que nos hemos convertido. La credibilidad es directamente proporcional a toda demostración de fuerza, siendo fácil de adivinar el encumbramiento impune de los dirigentes que gozan del poder o de una cuota importante del poder, con clientela propia y vedado todo acceso a su vida personal.

Se dirá que hay voceros de la oposición que también cuentan con la protección de un grupo económico, el amparo de una planta televisora o el favor de una comunidad eclesiástica, impedido o neutralizado todo cuestionamiento, aunque el Estado y sus servicios de inteligencia lucen más capaces al decidirse por una campaña de desprestigio. Ocurre que, precisamente, más pública, propia y ajena.

La vara no está consagrada, pues una relación adúltera, el entreguismo a los intereses imperiales, la cobardía, la demagogia, los indicios y hasta comprobaciones de corrupción administrativa, no lesionan con prontitud al vocero o dirigente denunciado. Y, suele ocurrir, a veces lo elevan en la estima o consideración aún de los no allegados.

Diez años atrás, estuvo a punto de consolidarse socialmente como una práctica negativa y casi abominable, el uso y abuso particular de la flota aérea del Estado, ya que resultaba automáticamente sancionado por la opinión pública en alerta, propinándole el castigo político consiguiente, todo aquél que utilizara un avión para tragarse un buen kilometraje a objeto de asistir a un acto partidista o mercantil, tratándose de un mitin o de la sospechosa habilitación de una lejana notaría, incluyendo la recreación o compras en el exterior de familiares y relacionados que – además – burlaran el control aduanero. De un neto, indudable y acaso espontáneo origen social, tamaño criterio moral impuesto sobre las famosas “colas de PDVSA” que – obviamente – afamaban a los “colistas”, inhibió a muchos de los que les aterraba un malentendido. Empero, la vara fue desapareciendo poco a poco, y por la imposibilidad de prosperar una denuncia e investigación parlamentaria, añadida la (auto) censura de prensa, el aprovechamiento de los vehículos oficiales luce como una anécdota más en el concierto de los más graves episodios que ha protagonizado, protagoniza y protagonizará la dirigencia del Estado, la del partido matriz y los partidos subsidiarios.

El nuevo asalto armado a la sede de Globovisión, como un día fue cercada la del Ateneo de Caracas u otros recintos vivieron la angustia de un artefacto explosivo, recibe una tímida amonestación de estilo por el gobierno nacional, inmóvil el Ministerio Público, seguramente celebrado como la inigualable gesta revolucionaria de un proceso tan ávido de épicas que lo simbolicen, emblematicen, representen o expliquen. De imponerse esta vara al revés, por decirlo así, prestigiando la explotación de los recursos públicos, las incursiones paramilitarizadas de una dirigencia que vela por la sombra del presupuesto público, parecerá legítima toda conducta revanchista si a Chávez Frías se le ocurre salir del poder por cinco minutos, llevándonos por los caminos de una ética ajustable, circunstancial, moldeable, coyuntural, por siempre acomodaticia: la que ha cursado con más intensidad en las últimas décadas, ahogada ahora la que pareció surgir con las celebérrimas colas pedevesianas, resultando en aquello de la vara con que midas serás medido.

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