Matar al mensajero
La imagen es escalofriante: un hombre arrodillado, vestido con un traje naranja, como el de los presos de Guantánamo, espera que otro, vestido de negro, encapuchado y con un cuchillo en la mano, lo decapite. El ejecutado fue el aguerrido periodista estadounidense James Foley, y su verdugo, un militante, probablemente británico, del movimiento terrorista Estado Islámico (EI) en Siria.
Este es el más reciente y de los más impactantes episodios de una guerra que no se libra solo en los campos de Siria o de Irak, sino también en internet, a través de las redes sociales, que se han convertido en un infortunado dinamizador de los mensajes de terror de los grupos radicales islámicos.
El conflicto ha tenido a los periodistas como a uno de sus blancos, quizás por el impacto que causa en las sociedades occidentales el hecho de que sus mensajeros, indefensos, sean asesinados como corderos bíblicos. Por lo mismo, las crucifixiones son otra de las modalidades.
La prensa paga un alto precio por su misión. La ONG Reporteros sin Fronteras recuerda que otros tres periodistas extranjeros están secuestrados en Siria y que no se conocen noticias de otros cuatro. Entre ellos figura el también estadounidense Steven Sotloff, que en el video de la ejecución de Foley es señalado de ser el ‘próximo’ si el gobierno de Barack Obama continúa los bombardeos en Irak. Otra veintena de reporteros sirios está en poder de diversos grupos armados.
Los argumentos de los radicales pasan por la justificación de siempre: lucha contra el imperialismo y el colonialismo de Occidente y contra los infieles, recuerdo de un pasado glorioso expresado en la idea de reconstituir un califato, y sed de venganza por todo lo que ha ocurrido desde las Cruzadas. Pero, en el fondo, lo que estamos presenciando es la guerra intestina y bárbara entre los dos principales sectores de la fe musulmana –suníes y chiíes–, que, a sangre y fuego, se disputan zonas claves de influencia.
Los chiíes, minoritarios y marginados del poder, se sacudieron desde la revolución iraní de 1979 y han venido ganando terreno en diversos países. En Irak, donde son mayoría, revirtieron la situación y llegaron al gobierno tras la intervención estadounidense y el derrocamiento de Huseín, y en el Líbano han impulsado a Hizbulá, que, además de ser un poderoso movimiento militar, tiene un importante papel en la estructura política.
La reacción de los grupos suníes, antes amos y señores, ha sido brutal. Al amparo soterrado de algunos ricos regímenes, han terminado combatiendo con métodos extremos a los chiíes, en un dilema que los confronta con la modernización de sus sociedades y la emergencia de reivindicaciones democráticas como la primavera árabe.
El secuestro de periodistas, el ataque a minorías religiosas como los yazidíes, la persecución de cristianos y las ejecuciones difundidas por Twitter forman parte de toda esa disputa, de la que Occidente no puede ser un testigo pasivo. EE. UU. y sus aliados deben coordinar una estrategia en tres frentes. En el político, dar herramientas al nuevo gobierno iraquí de Haider al Abadi para consolidar un mandato incluyente, que no aísle a los suníes moderados. En el militar, frenar la embestida del EI a través de sus aliados kurdos y del inexperto ejército iraquí, para así también debilitarlo en Siria, y en el financiero, cortar las fuentes de ingresos de un grupo con recursos de sobra. Este es un desafío mayúsculo, al que la comunidad internacional debe responder.
(Editorial)