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Ahora, o será demasiado tarde

Al nacimiento de nuestras repúblicas latinoamericanas, la Constitución fue la respuesta a la pregunta que el legislador buscaba fuera de ellas, al tiempo que indagaba por sus comienzo, forma y devenir. Estas Constituciones fueron, entonces, al decir del lamentable e inoportunamente desaparecido Luis Castro Leyva, “principios que arquitectónicamente, diseñaron instituciones, movieron y cambiaron espacios, voluntades y creencias” . Pero aquella pregunta, por ajustarse al Montesquieu con la mentalidad de su tiempo “newtoniano”, distaba mucho de la del principio que, aristotélicamente, indagaba por las causas finales de las cosas.

Pero como la forma o estructura de la Constitución era resultado de su diseño, su vida y muerte iban a depender de “las peculiares pasiones” que desatara la vida política de cada Nación. Por eso, bien apuntó Castro Leyva que los actores políticos gran colombianos, más allá de sus roles e inclinaciones partidarias, iban a identificar “existencia pública con principio, principio con pasiones, etc.”.

Por lo tanto, resultó inevitable el desarrollo conceptual e histórico de una permanente tensión entre la forma o estructura constitucional atada a la naturaleza de los hechos –y por tanto del hombre- y la historia misma que el ser humano escribe, siempre con el uso de su libertad. El drama proviene del hecho señalado por Montesquieu y citado por Castro Leyva, según el cual “lo que forma la mayor parte de las contradicciones del hombre es que la razón física y la razón moral (determinada ésta por la libertad del ser humano) no están casi nunca de acuerdo” . Y es en esa ambigüedad, concluye Castro Leyva, cómo”el devenir histórico se gesta” .

Sin embargo, nunca antes en Latinoamérica como ahora en Venezuela, el destino de una nación se había visto tan comprometido por la despótica voluntad de un enajenado, quien ha contado con la “ayuda” de una oposición “sui generis”, en circunstancias muy propias de nuestro pasado histórico y de una población contagiada de anomia, de ausencia de aspiraciones de logros, de miedo y de apatía.

Entendamos por anomia ausencia de leyes capaces de regular interiormente la propia conducta humana y, además, presencia de situaciones sociales consecuentes a reales carencias de normas o a su degradación, o falta de aplicación en el seno de una Sociedad determinada.

Por otra parte, en toda Sociedad bien constituida y que funcione adecuadamente dentro de una éticamente válida jerarquía de valores, todo esfuerzo conduciría, normalmente, a un logro, pues del esfuerzo deriva la atribución de méritos cuando aquél es bien cumplido y, de tales méritos y de los logros que se alcancen con el esfuerzo, es lógico esperar reconocimientos que puedan expresarse en premios, cualesquiera que sean los tipos de éstos, por cierto, no necesariamente pecuniarios o materiales.

Pero ha ocurrido que, en Venezuela, la normal y sana lógica de tal acontecer no se cumple, pues se ha perdido la normal relación que debe existir entre esfuerzos y logros; méritos y premios; faltas o crímenes y sanciones o castigos. Esa relación se ha perdido por gracia de una sorprendente e irregular mediación del poder, que ha logrado que la víctima o el acusador puedan ser convertidos en acusados y que el delincuente o el criminal puedan ser premiados. Tan curioso fenómeno no es exclusivo de estos tiempos, sino viene obrando desde nuestro pasado histórico, aunque en el presente, ciertamente, se reproduzca de manera desparpajada y contumaz, por obra de una auténtica banda de delincuentes que ha asaltado el poder, ante la pasividad de una población primero engañada y, después, que se siente desvalida.

Pero lo que es más grave es que ese inmoral proceder se traduce, eo ipso, en importantes factores de desarmonía y disgregación de la Sociedad, así como de merma de las aspiraciones de logro y realización de los ciudadanos, cuyas aspiraciones de ascenso se ven totalmente cerradas .

A esto se añade que los valores supremos de nuestra cultura parecen ser el éxito económico y el prestigio social, pues se transmiten “como metas incontestables para todas las clases sociales” sin ofrecer nada consistente como medios, canales o normas para alcanzarlos, dada la ineficacia real, entre nosotros, de aquéllos instrumentos que –como el trabajo productivo- son considerados legítimos, aunque sea para obtener los pseudo-valores del éxito económico o el prestigio social .

Nos preguntamos con gran angustia, hacia dónde se dirige como destino nuestra Patria. No es posible saberlo, y no puede servirnos, como consuelo, el saber que no vamos solos sino acompañados. Los más próximos de nuestros vecinos, pueblos en los que corre sangre como la nuestra, batallan también en medio de las turbias y turbulentas aguas que nos arrastran. Son aguas formadas de populismos, autoritarismos, ignorancias y miserias.

Al comienzo, fue la ignorancia la que signó el atraso. El diagnóstico fue: estancamiento. En el tiempo presente y todavía auroral del siglo XXI, es la miseria la que impone la violencia. Si la paz es la obra de la justicia, como lo han proclamado muchas veces los Pontífices desde la Sede de Pedro, esa violencia no es más que la obra de la injusticia secular y generalizada. Hemos sido sordos a las necesidades de nuestros pueblos y estamos cosechando los amargos frutos de nuestros egoísmos.

Esperamos que muy pronto las razones que están generando nuestras angustias sean superadas, pero constatamos que, paso a paso, el totalitarismo que desde hace diez años muchos anunciamos, avanza inexorablemente. La situación se hace cada vez más insostenible en lo interno y más amenazante en lo externo. El proyecto de guerra bihemisférica ya no parece ser de “política ficción”. Ya la mayoría de la gente que piensa -que no son todos los que comen, pero que, en vez, son muchos de quienes no lo hacen- se va dando cuenta de lo real que eran esas verdades que, cuando las lanzamos, parecían mentiras o frutos de mentes muy imaginativas o calenturientas. Ya mi amigo no me dice más “eso es política-ficción” y la gente ha dejado de distraerse o de mirar con sonrisitas incrédulas cuando uno habla de ello. Pero –excepto la juventud emergente y los valientes de los medios de comunicación- nadie hace algo para detener, en serio, la catástrofe. Hay miedo, mucho miedo.

¿Por qué el miedo? A mi manera de ver, buena parte de ese miedo esconde sus raíces en lo que Jung llamó arquetipos de la conciencia colectiva. No en vano pasa el tiempo por sobre las sociedades históricas y, entre nosotros, un siglo de guerra continua (entre 1812 y 1902, más 33 años adicionales hasta 1935), pleno tiempo todo de muerte, terrores, cárceles, torturas, violaciones, despojos y saqueos, tuvo que haber dejado huella que para muchos debe ser inmarcesible.

Solo queda resistir. Se trata de una resistencia multifacético y a cada cual corresponderá su parte en el frente, según sus posibilidades, su propia realidad, su personalidad y su compromiso: El totalitarismo no se vence sino mediante la fuerza; será por tanto, una resistencia “a la francesa”, para decirlo al buen entendedor. Pero no bastaría, pues sería un sumar destrucción a la destrucción, sin edificar algo. La violencia no puede nunca ser un fin en sí misma, sino un medio instrumental in extremis, como recurso último para alcanzar el Bien posible.

La prueba está por exigirnos una santa consagración: como la que proclamaba el Emmanuel Mounier de su tiempo. Nuestra gran consigna ha de ser, también y por sobre todo, “organizar nuestro armamento espiritual clandestino”. Tendremos que montar cuadros clandestinos de resistencia a la vez activa y moral. Debemos, inseparablemente, iniciar un verdadero apostolado de la verdad. No destruiremos el error sino con el arma de la verdad: ésta es el único deber de la inteligencia y el sólo camino de la voluntad. Hagamos este esfuerzo con valor y verdad; tengamos confianza: Dios hará su parte.

Es, entonces, hora propicia, ésta, cuando los frutos de lo poco que históricamente hemos sembrado van siendo irresponsablemente destruidos por esa suerte de báquiros a quienes, por acumulación de propias carencias nuestras, hemos permitido encaramarse, cual autoridades, en sitiales desde donde puedan, como hacen, ejercer poder para destruir nuestra sociedad.

Me refiero a que es hora que urge el hacer alto en nuestro alocado vivir como pueblo, según modo que no es otra cosa sino la resultante común de nuestro singular vivir cada cual como individuo, a fin de enmendar nuestra ruta y, deslastrados del referido obstáculo que, con mil excusas, alegatos y razones siempre banales y mendaces, hemos venido tolerando, poder dedicarnos, con la serenidad que brota de la paz, a la siembra que históricamente hemos desechado y que no es mas que el trabajar para inculcar valores; para poder mirar más allá del precio –que no el valor- de las cosas; para dar un nuevo aire que impida la asfixia del espíritu de cada compatriota; para no callar cuando la palabra dicha se convierte en riesgo; para no vacilar cuando se trate de asumir posiciones ante las cuales los pusilánimes y pacatos se refugian en el disimulo o en la negación y, en vez, darle a la verdad el supremo valor que le corresponde en nuestras conductas, sin acudir al disimulo ni desviar la mirada para luego pactar, por debajo de las mesas, con los infames que fomentan la ruina nacional.

Debemos asumir, en esta singular encrucijada de escoger entre el ser y el no ser libres -valga decir, ser o no no ser personas- la responsabilidad de dar de lo mejor de nosotros mismos, de sembrar sin descanso esperanzas, espíritu de verdad, capacidad para identificar jerarquías que, sin menoscabo de la libertad, respondan a la justicia. Nos toca inculcar sentido de responsabilidad social ante la Patria. Tenemos que resembrar conceptos generales que no existen o se han olvidado de mentes y conciencias del común de nuestros compatriotas. Hacer ver que es la fuerza del espíritu lo que guía a las personas hacia su destino trascendente y a las naciones hacia su verdadera grandeza. Nuestro deber es dar sin recibir; hacer sin calcular. Superar individualismos que disuelven pueblos al borrar lo común para que el singular piense sólo “en lo mío”. Es aquello de nuestro popular poeta, de asumir “un modo de no tener demasiado para que otros tengan su modo de tener algo”. Debemos luchar arriesgándolo todo por reconquistar nuestra libertad y nuestra justicia.

Hay que aprender a hablar del amor sin sonrojarse y sin olvidar que ese es el mandamiento fundamental que rige las relaciones ente las personas humanas. Amor o Caridad, como la designa el Apóstol. Al amar no se señalan en el otro sus defectos sino sus virtudes. La injusticia se opone al amor o caridad. Cuando se vive con caridad se respeta al otro en su dignidad como persona, en sus derechos, en sus ideas, en sus valores; se le atiende en sus angustias y socorre en sus necesidades, pero no por morir del ego sino del Otro. La caridad es la virtud por excelencia en una sociedad democrática, en la que no se actúa por lo que obliga sino por el amor al prójimo. La democracia, como la caridad, actúa y se hace presente en los actos simples, cotidianos, rutinarios. Los predicadores de la guerra y de la violencia son seres sin espiritualidad y por tanto sin caridad.

Esas son bases del país que queremos reconstruir, lo que sólo podremos hacerlo entre todos. Habremos, primero, de superar y vencer al adversario totalitario que pretende esclavizarnos y, también, a quienes ciegamente defienden, contra las corrientes de la Historia, los tiempos que se fueron y jamás retornarán, estólidamente desaprovechados en pequeñeces de alcance personal o grupal, pero nunca utilizados para liberar a nuestra gente de esa condición, tristemente mayoritaria, de ser «masa» y hacer de ella verdadero «pueblo» en el que el sujeto es persona humana y no mero instrumento o cliente que depende del paternalismo populista y se utiliza como catapulta para impulsar al logro de menguados intereses. Y enfrentar, también, a quienes pudieron ser pero no serán porque dejaron que en ellos privara más el interés que el verdadero amor a la Patria; más la mezquindad que la generosa entrega; más el natural miedo que el arrojo que nace, espontáneo, cuando se acunan ideales grandes por generosos.

Cada día vivo más claro que nuestro auxilio es Él y solamente Él. En sus manos estamos, en su voluntad nos anonadamos y a su Casa vamos con inmensa alegría. Bendito sea su nombre. Paciencia: El tiempo es Suyo.

NOTAS:
1.- Castro Lyeva, Luis. Obras de Luis Castro Leyva, Ediciones Fundación Polar, primera edición 2005, Caracas, pg .59.

2.- Idem, pgs.62 y 63.

3.- Ibid., pg. 63.

4.- Ver, Desiato, Massimo; De Viana, Mikel y De Diego, Luis. El Hombre, Retos , Dimensiones y Trascendencia. Ed. UCAB, Caracas, 1993.

5.- Idem.

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