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Venezuela, ¡Despierta!

La realidad social y política de Venezuela, al igual que en el resto de los países latinoamericanos, ha tenido mucho que ver con el desarrollo histórico de nuestra formación como Nación.

Desde el inicio, nuestra conformación social ha sido condicionada por una estructura económica puesta siempre al servicio de un centro económica y culturalmente dominante. Nuestra estructura productiva fue configurada de manera de corresponder a decisiones fundamentales que se han tomado casi siempre desde afuera, con afectación de lo que habemos de producir, cómo lo debemos producir y según ciertas definiciones de las llamadas relaciones de producción. Este hecho, negada toda tesis de determinismo por lo económico, modeló, sin dudas, nuestra realidad político-social.

El petróleo sirvió, en el pasado de sus inicios, como fuente de recursos para comprometer nuestra real independencia. En la primera etapa exportadora alimentó la codicia del tirano telúrico y de su corte de aúlicos quienes, para satisfacerla, — suma de ignorancia y egoismo– no vacilaron en dejar en manos de las compañías explotadoras la casi totalidad del beneficio derivado de la actividad petrolera.

Después, primero los privilegiados y luego el país entero, comenzamos a embriagarnos con el líquido negro. Ebrios de petróleo, nos dio por creernos ricos; por pensar como ricos y por vivir como tales. Por tal vía se modeló una mentalidad –aún no superada– de la que tendremos que librarnos si es que, en verdad, no solamente deseamos, sino queremos, alcanzar metas humanas, culturales, políticas y económicas que el deber ciudadano nos impone.

La mentalidad de nuevo rico derivada de la falsa y mal aprovechada riqueza, aunada a una gran pobreza cultural, se conjugó con actitudes y conductas degajadas de otras raíces de nuestro acontecer nacional: las de pueblo pasivo; pueblo siempre a la expectativa de lo inmediato; pueblo «en crisis de pueblo» al decir de Briceño Iragorry. Tal vez el pasado de esclavitud y paternalismo soportado por centurias; tal vez el desprendimiento de quien, despojado de lo suyo, se reduce a estrecho recinto en el que se apoya en equilibrio inestable; tal vez gravite el siglo de alzamientos, montoneras y caudillos; todo ello y muchos otros elementos concurren para explicar actitudes de provisionalidad, falta de compromiso y autodefensa frente a un futuro que los venezolanos siempre hemos tenido como incierto.

En todo caso, sobre un pueblo así, la riqueza adventicia transformó al hombre común venezolano en individuo de cada día, que vive y muere esperando satisfacer ilusiones de riqueza y de poder.

Beneficiarias de todos los frutos de la riqueza petrolera, las clases dirigentes -con pocas excepciones- se han dedicado a gozar, en el mediocre mundo parcial de la sociedad pseudomoderna en la que moran, de todo el «confort» y apariencias que, en definitiva, no hemos creado sino pagado con el regalo de las entrañas de nuestra tierra.

De esa borrachera amanecimos un día con la pesadez y la amargura de quien ha perdido toda su fortuna en vicios y juegos, sin dejar para el mañana lo indispensable para garantizar la vida de los hijos.

Amanecimos, si, pero parece que aún no hemos despertado: la crisis que se acentúa y nos aproxima al extremo del colapso así parece demostarlo. Pero el reto del momento actual es casi definitivo –si definitiva pudiera ser la histotria de los pueblos. O nos levantamos del sueño, con el ánimo muy dispuesto, o las puertas de la jaula que nos amenaza se cerrarán indefectiblemente.

¡Ahora! ¡Basta ya! Deben ser nuestras consignas.

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