Reflexión sobre el conflicto constitucional latinoamericano
Para mejor entender la actual crisis político-institucional que vive Venezuela, es muy importante el tener presente la relación, casi siempre problemática, que, en los países de la Comunidad Ibero-americana, ha existido entre Constitución y gobierno. Esto implica, necesariamente, dejar de lado la mera consideración del texto constitucional como análisis de las realizaciones históricas del Estado, para ir a alcanzar el conocimiento de aquellas realizaciones concretas, aunque inconstitucionales, con base en las cuales ha sido posible –bajo una suerte de especial y sui generis “derecho consuetudinario”– un cierto grado de funcionamiento y consolidación de expresiones reales del Estado, tanto en Venezuela como en el sub-continente.
Como la forma o estructura de la Constitución era resultado de su diseño, su vida y muerte iban a depender, como lo expresó Luis Castro Leiva, de “las peculiares pasiones” que desatara la vida política de cada Nación. Por eso, bien apuntó el mismo Castro Leiva, los actores políticos gran-colombianos, más allá de sus roles e inclinaciones partidarias, iban a identificar “principios” con sus particulares intereses. Es la negativa significación, en términos históricos, de la tragedia republicana en que derivó entre nosotros aquella cínica expresión “la Constitución sirve para todo” de José Tadeo Monagas.
Por ello, ninguna de las quince constituciones posteriores a la de 1830, lo fueron en sentido verdadero, pues no introdujeron –-ni pretendían hacerlo– cambios que modificaran el sistema político, sino simples sustituciones de intereses personales de anteriores gobernantes por los de otros nuevos, con iguales vicios, deformaciones y comportamientos.
El problema de fondo consiste en la forma de existencia real del Estado constitucional. En América Latina –como ocurre también en España y Portugal– se ha presentado entre el Ejecutivo, entendido como “el gobierno” –heredero de toda la tradición del absolutismo autoritario de las Metrópolis– y el Parlamento o Congreso –que es una institución relativamente reciente– una recurrente contraposición histórica. Eso se reveló en nuestra primera Constitución que quiso neutralizar la posibilidad de que, en la nueva República, predominara sobre el Parlamento un Ejecutivo fuerte, cuya reacción opuesta la tipifica, precisamente, José Tadeo Monagas, pero la encontramos en el Discurso de Angostura, en el que el Libertador propone al Congreso el establecer ese Ejecutivo fuerte.
En la base de este conflicto está el que –desde tiempos de España– se ha pretendido atribuir al gobierno el objetivo de “hacer con eficacia”, mientras que de la función contralora del Parlamento se haya dicho que pareciera entorpecer tal objetivo.
Pero el legítimo funcionamiento del Estado constitucional invoca la existencia de un régimen de gobierno que puede definirse como el funcionamiento real del par gobierno–parlamento sobre el que debe descansar el régimen, conforme al principio clásico de la división de poderes. Cuando tal par existe, es porque el gobierno ejecuta y, al mismo tiempo, se realiza la doble función legisladora y contralora del Parlamento. La doctrina aplicada, especialmente en el derecho constitucional de los países iberoamericanos, hace de la función de legislar tarea muy principal de gobierno, por la que el Parlamento también concurre al gobierno. Además, según la tradición del derecho constitucional castellano y portugués heredada en América, correspondería al Parlamento regular y controlar la gestión gubernativa mediante el establecimiento de límites para el ejercicio de la autoridad, a la vez que debe sancionar las eventuales violaciones a la Constitución y Leyes de la República.
La historia de los Estados iberoamericanos muestra patentemente cómo, tanto en el Nuevo Mundo como en la Península, neutralizar o eliminar al Parlamento resultó muy fácil a gobiernos apoyados en una tradición absolutista, incoada en la mayoría de una población que prefiere gobiernos fuertes, realizadores y distribuidores de beneficios concretos. Eso no es de sorprender: ha sido siempre así. Tan ello es siempre así que, cada vez que se ha producido en estos países el derrumbe del Estado constitucional, la primera manifestación de tal hecho ha sido, normalmente, la disolución fáctica o de hecho del Parlamento.
En Venezuela, en estos tiempos, está ocurriendo similar fenómeno bajo la figura de absorción, pues el Parlamento ha sido “absorbido”, más que por el Poder Ejecutivo, por la insaciable sed de poder que es la persona del Jefe del Estado y Presidente de la República, en una clásica y ejemplar expresión del fenómeno totalitario. Es este, sin duda, el camino que el actual gobierno encontró más fácil para alcanzar sus objetivos: tomar todo el poder en Venezuela, por mano de una Asamblea Constituyente absolutamente controlada por el Ejecutivo. Tal Asamblea se hizo carente de legitimidad constitucional al haber sido convocada, en 1999, mediante referendo consultivo, fórmula no prevista en la Constitución de 1961. Para tal referendo, absurdamente convocado y sin quorum mínimo prefijado, sólo concurrió a las urnas el 33% del universo electoral. El voto aprobatorio (el sí) fue del 88% por lo que la aceptación real fue del 29,04%. Posteriormente, para la elección de los representantes miembros de la Asamblea Nacional Constituyente, la concurrencia fue del 49%, de la que los partidos del gobierno obtuvieron el 54% y los de la oposición el 43%; es decir, que la ANC, para cuya elección el gobierno alcanzó, mediante un artificio loterías, una representación superior al 90% con sólo el 54% de los votos (gracias ese mecanismo electoral sui generis que lo favoreció), siendo que, en la elección, los grupos políticos del oficialismo apenas obtuvieron menos del 27% como proporción del electorado total.
Entonces, se debe tener muy claro que solamente van a existir etapas de funcionamiento y consolidación del Estado constitucional en Venezuela y en la mayoría de los países del subcontinente, cuando haya sido posible conciliar la permanencia de gobiernos realmente eficaces en su función de gobernar con el cumplimiento, por parte de un Parlamento verdaderamente autónomo, de sus funciones contralora y legisladora.
Si bien es cierto que de ninguna Ley, obra de la racionalidad y de la libertad humana, puede pretenderse ilimitada durabilidad, también lo es que toda Ley tiene como fundamento absoluto la convivencia, cuya permanencia es indispensable. Cierto es también que esa permanencia está limitada por la naturaleza dinámica de la Sociedad, dinamismo que según el paso del tiempo cambia y, de hecho, modifica las condiciones necesarias para la convivencia y, por tanto, toda Ley humana está sujeta al cambio. Pero eso no significa que deje de ser externa a la voluntad y subjetividad de las personas, pues toda Ley tiene fundamento en un orden objetivo, es decir, exterior a las personas. De manera que la Ley, en medio de sus cambios, posee intangibilidad inseparable de su naturaleza como Ley.
Si se piensa que la Ley tiene su fundamento en la voluntas personae, quien detenta Poder hará de ella expresión de su propio y subjetivo interés, lo que conducirá inevitablemente a la tiranía, pues el interés del tirano se sintetiza en la voluntad de dominio.
Tales características se agravan en Venezuela por la condicionante económica caracteriza nuestro capitalismo rentístico, derivado de nuestra dependencia del petróleo, cuyo propietario único es el Estado. Esta condición, de desproporcionado gigantismo, aumenta considerablemente el poder del gobierno central el cual, fácilmente, puede someter totalitariamente bajo su designio a todas las instituciones públicas y privadas que, directa o indirectamente le son dependientes.