Opinión Nacional

Despotismo y rebelión

La más noble tradición del pensamiento político occidental, es decir, la tradición que coloca la libertad del ser humano como valor fundamental de la política, ha proclamado siempre el derecho a rebelarse frente al despotismo. Desde Pericles y Cicerón hasta Tomás de Aquino y John Locke, los defensores de la dignidad del ser humano han sostenido que rebelarse contra un régimen tiránico es legítimo. Tomás de Aquino fue inequívoco al respecto, y enfatizó que la perturbación de un régimen despótico no es sedición, sino un derecho que asiste a la persona humana, que “no está obligada a obedecer a los superiores si le mandan algo fuera de los límites de su autoridad”.

Locke tampoco deja dudas en torno a este aspecto de la tradición de la libertad. Son cuatro los puntos que este autor articula (todas las citas provienen del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil): 1) “La tiranía es un poder que viola lo que es de derecho, y un poder así nadie puede tenerlo legalmente”. 2) “Sólo puede emplearse la fuerza contra otra fuerza que sea injusta e ilegal”. 3) “Los hombres no pueden estar jamás seguros de impedir la tiranía si no tienen medios de evitarla, antes de estar completamente sometidos a ella. Por lo tanto, no sólo es que tengan un derecho a salir de un régimen tiránico, sino que también lo tienen para prevenirlo”. 4) La base moral de la rebelión se deriva del “quebrantamiento de la confianza, al no haberse respetado la forma de gobierno que fue acordada, y al no respetarse los fines del gobierno mismo, fines que consisten en el bien público y en la preservación de la propiedad”.

Tales planteamientos tienen notoria pertinencia en situaciones como las que viven Venezuela y Honduras. Se ha creado una calamitosa confusión en numerosos comentaristas, que se distraen e intimidan ante el término “golpe de Estado” y pierden de vista lo esencial, es decir, el derecho legítimo a la rebelión frente al despotismo. Por ello, como he argumentado otras veces, considero que ese derecho ya asiste a los venezolanos ante el régimen imperante, que ha quebrantado irremediablemente la confianza que le llevó al poder. Chávez no fue electo para imponer a la fuerza, como pretende, un sistema comunista y continuista, sino para reformar y mejorar la democracia representativa sin destruirla. Por otra parte, es también obvio que Zelaya se aprestaba a violar el derecho y colocarse en el terreno del despotismo continuista, agrietando de modo irreparable el entramado institucional que le condujo a la Presidencia. Por ello a los hondureños les asistió el derecho a prevenir la tiranía, y esto es lo central, el foco de atención que jamás debe olvidarse.

En lo que toca a Venezuela, no me pronuncio acerca de si la rebelión contra el despotismo y el quebrantamiento de la confianza debe llevarse a cabo ahora o más tarde, si existen acaso otras opciones válidas, si es o no práctica, oportuna o factible. Por los momentos sólo aspiro a dejar lo más claros posibles los principios políticos y éticos que están en juego, que tienen que ver con la dignidad del ser humano, con su libertad, y con la confianza que debe existir entre gobernantes y ciudadanos. En tal sentido, me temo que muchos pecan de fingida ingenuidad, o de simple y ruinosa hipocresía, al juzgar las circunstancias de Venezuela y Honduras. Es evidente que tanto Chávez como Zelaya se han colocado en el terreno del despotismo, que son estafadores políticos que intentan manipular a sus conciudadanos, y conducirles mediante ardides y fraudes a un destino de amarga opresión.

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