A propósito de las amenazas de guerra de Chávez
Las conflagraciones bélicas siempre han provocado delirios en el imaginario fascista, pues ve en ellas las heroicas epopeyas de las cuales se “parió” el pueblo que es objeto de glorificación. La evocación del máximo sacrificio y de las pérdidas de valiosas vidas en la prosecución del bien común –la Patria- es recordada como la génesis de los sentimientos más nobles de ese pueblo, la esencia del ansiado Hombre Nuevo. De ahí la proliferación de la retórica militar en los discursos del neofascismo venezolano, reduciendo todo a “batallas”, y la regimentación y militarización creciente de la sociedad. De ahí también la búsqueda de esa confrontación final, definitiva, con el enemigo, la gran limpieza social de la cual saldría triunfante la causa superior liderada por el Comandante en Jefe. En procura de ese histórico evento no se permiten concesiones a quienes osan cuestionar sus designios, pues son, por definición, enemigos del pueblo y traidores de la patria. Desaparece así el diálogo, la negociación y la búsqueda de acuerdos con las fuerzas opositoras; desaparece la política. Se impone la única verdad aceptable, la de la “revolución”, que en realidad expresa la voluntad del caudillo. La apelación al socialismo constituye una muletilla invalorable en la prosecución de sus ansias desmedidas de poder, pues invoca una supuesta justificación moral a sus acciones, en tanto se enfilan contra el egoísmo perverso de la “oligarquía”, a la vez que legitima la concentración de la propiedad y de la toma de decisiones sobre el quehacer económico en las manos del Presidente. Controlar los medios de subsistencia de la población asegura el control de la población misma.
Lamentablemente para los fascismos que llegaron al poder, las conflagraciones bélicas, tan anheladas porque a través de ellas se conquistaría la supremacía definitiva, fueron también su némesis. Atrapado en sus propios delirios épicos, Hitler prefirió arrastrar a su pueblo a la destrucción total antes que pactar su rendición. Una vez desatados los demonios de la guerra, la gesta fascista no da lugar a otra cosa que no sea la inmolación del pueblo en cuyo nombre aquella se desata.
Chávez está lejos de materializar su amenaza de invadir a Honduras para restituir en el poder a Zelaya o impedir ataques a nuestra embajada. Aun deplorando que un presidente electo legítimamente haya sido depuesto manu militari, existen mecanismos respetuosos del Estado de Derecho hondureño que deberían incitar la presión de los gobiernos de la región, si en realidad se busca una solución democrática. Preocupa la constante invocación a las armas para dirimir asuntos que afectan los intereses de Chávez en otros países. Recordemos la supuesta movilización de divisiones a la frontera colombiana cuando el bombardeo del campamento de Raúl Reyes en Ecuador. Más aun, pende sobre la población venezolana la creciente apelación a las fuerzas castrenses para imponer la voluntad del Presidente, ya sea a la hora de decretar la expropiación de una finca o empresa, de ocupar una fábrica o de contener y reprimir una protesta popular. Poco a poco se viene imponiendo una dinámica que nos acerca paulatinamente a las “soluciones” de fuerza, y de las cuales la retórica confrontacionista, llena de odios y de degradación del otro, hace cada vez más inextricables.
Uno de los mayores desafíos de las fuerzas democráticas consiste en tender puentes a las capas chavistas no dañadas irremediablemente por el neofascismos bolivariano para desarmar la acumulación de tensiones que pueda conducir a un conflicto sin salida. No entra en juego aquí la supuesta cobardía de Chávez o la calificación de simple bravuconada de quien no se atreverá a desatar una mortandad; una vez sueltas las pasiones de la guerra, sea en contra del pueblo venezolano o contra un supuesto régimen enemigo, no se sabe como habrá de terminar. No podemos permitir que Venezuela se vea entrampada en una conflagración bélica a cuenta de delirios neofascistas.
*Economista, profesor de la UCV,