Opinión Nacional

Ventajismo revolucionario

Los revolucionarios, especialmente los comunistas, actúan de acuerdo con directrices que no guardan relación alguna con el respeto a las normas, a los equilibrios y a la equidad. Los revolucionarios, dirían los científicos de las llamadas ciencias “duras”, carecen de un locus de control externo; es decir, de un mecanismo o dispositivo de comparación ante el cual deban confrontarse para saber si están procediendo de forma atinada. Las revoluciones se autoexplican y se autojustifican, ya que sus protagonistas se consideran seres heroicos que actúan en nombre del pueblo y, supuestamente, con el fin de redimir a los desposeídos de las condiciones denigrantes en las que los han hundido los ricos y poderosos.

Con el pueblo como santo y seña, los revolucionarios cometen toda clase de abusos y atropellos contra quienes no comparten su credo fanático. Desde luego que desde la perspectiva de la ideología revolucionaria esos desmanes no son tales. Los excesos se justifican, e incluso se consideran necesarios, porque las revoluciones una vez que desatadas no pueden detenerse invocando formalidades como la igualdad ante la ley o la paridad de derechos entre los ciudadanos, los grupos o los partidos. Los revolucionarios son superiores, ¡y punto! No necesitan demostrarlo sino ante la historia. Quienes no están con la revolución son gusanos, escuálidos, agentes del imperialismo, traidores a la patria o aliados del extranjeros y, en consecuencia, no merecen sino el desprecio y el acoso.

En el caso particular de Venezuela, el uso por parte de la casta que desde hace diez años ejerce el poder, de los recursos del Gobierno y del Estado para las campañas a favor de su permanencia indefinida en los puestos de mando, está plenamente justificado porque la revolución no traza fronteras entre lo público y lo privado, entre lo que pertenece al Estado y lo que corresponde a los ciudadanos, entre lo que es del Estado y lo que es de la Nación. En la revolución todo lo que integra y define al país pasó a ser patrimonio de los revolucionarios: PDVSA, el SENIAT, la CANTV, los ministerios, los tribunales, el CNE, la Contraloría, la Fiscalía, el TSJ, las calles, los espacios públicos, el Metro. No existe lugar ni rendija por la que no pueda colarse la mano larga del poder revolucionario.

Los chavistas, herederos de esa tradición que surge con los jacobinos de la Revolución Francesa y continúa con los bolcheviques, los Guardias Rojos de la Revolución Cultural China, los milicianos de la Revolución Cubana, cobraron conciencia con rapidez de esa sustancia que los camaradas llevan en su código genético: que el poder es para abusar de él y para utilizarlo sin remilgos contra los disidentes y los adversarios.

El nivel de iniquidades perpetrados por los chavistas a o largo de esta campaña que acaba de finalizar rebasa todas las cotas anteriores: hasta las gandolas de PDVSA y los vagones del Metro de Caracas se pusieron al servicio del oficialismo. La presión y las amenazas sobre los empleados públicos, los contratados y los contratistas, se elevaron a millones de atmósferas por centímetro cúbico. La campaña coronó con una inmoralidad sideral: se les prohibió a los sectores democráticos cerrar la campaña en las calles de Caracas, mientras, al mismo tiempo, el oficialismo tomaba la ciudad y el Presidente de la República hablaba en cadena de radio y televisión. Una lucha demasiado desequilibrada. Dentro este clima nauseabundo destacó la complicidad del CNE frente al descaro del Gobierno y el cinismo de personajes como el Ministro de Comunicaciones, quien tuvo el tupé de dirigirse al organismo electoral para denunciar un supuesto desequilibrio informativo de los medios de comunicación privados en contra de la reelección perpetua.

Todos estos factores configuran un cuadro fraudulento que evidencia que los revolucionarios bolivarianos no creen en la democracia, ni en elecciones transparentes, ni en organismos electorales con autoridad propia e independencia. Para el oficialismo los comicios, cualquiera sea la forma a través de la cual se lleven a cabo (elecciones presidenciales o regionales, referendos revocatorios o aprobatorios) no son más que molestos rituales que apenas sirven para darles un toque de legalidad y legitimidad a las arbitrariedades que pretenden cometer. En realidad ellos quisieran que el dedo atómico del comandante en jefe, encarnación del espíritu de los revolucionarios, decidiese acerca de lo humano y lo divino, y que la revolución no tuviese que pasar por esos fastidiosos episodios en los que el Gobierno consulta la opinión popular, incluida, lamentablemente, la de quines no respaldan el proceso.

Para compatibilizar el ceremonial electoral con el afán de perdurar indefinidamente en el poder, los chavistas cometen todos los abusos que nos han obligado a presenciar. Así son los amantes del odio, el resentimiento y la venganza: autoritarios y antidemocráticos.

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