Acostumbrados al fracaso
Nuestros recursos compensatorios harían feliz a un psicólogo primerizo acechado por millones de dudas sobre como tratar a un paciente que escapa con facilidad de sus delitos, fallas y culpas.
Los venezolanos hemos desarrollado un peligroso complejo que sustituye el trabajo bien realizado por la excusa cómoda, o lo que es más grave: la indiferencia del desgano acompañado del reto temerario del que actúa anárquicamente y se sabe ausente de la respectiva sanción.
La ética laboral del venezolano es pobre, por no decir nula. Privadamente puede que algunos se salven porque han apostado a los negocios y se les va la vida en buscar la plata, lo que es igual, al éxito. Aunque cuando se trata del esfuerzo publico, donde el egoísmo debería pasar a un segundo plano, nuestro rendimiento lo que da es lastima. La identificación con el engrandecimiento nacional es sólo folclórico alrededor del himno nacional y las tonadas de Simón Díaz. El funcionario publico es un becario del Estado sin la menor idea de lo que son sus tareas profesionales, se sabe transitorio y precario en función de las lealtades políticas a las que sirve.
La meritocracia está ausente del comportamiento laboral del venezolano. Lo que priva es la indisciplina social a todos los niveles. Y aún así nos hemos recubierto de un camuflaje que desde el auto-engaño solapa al error. Como no hay sanciones, y las leyes y normas están de adornos, el fracaso lo convertimos en una oportunidad para sobrevivir en un medio social de complicidades pícaras y el relajo más alegre basado en una fiesta perenne.
En los Estados Unidos, el que se salga de la raya, lo multan, y si es reincidente, va preso. Por esos lares el éxito social tiene un costo muy elevado en términos de llevar una vida más relajada, sólo que en nuestro caso, nos pasamos de una forma completamente irreverente.
La ética del gobernante nuestro es la audacia junto a una alta dosis de mentira e irresponsabilidad rayando en el auto-suicidio. El gobernante se acostumbra al fracaso, y como lo han investido con una inmunidad mayor a la de un Rey medieval, sigue equivocándose con entusiasmo y maltratando la vida de sus dirigidos.
Esta fascinación por el fracaso, tatuado en nuestra piel, tiene profundas raíces históricas. El venezolano pertenece a una familia de “pomposos derrotados” desde Miranda hasta Chávez. Personajes expertos en “tirar una parada” y luego calibrar el impacto de sus acciones. El fracaso deviene en triunfo cuando la ideología se dedica a tergiversar la memoria de lo ocurrido. Nuestro voluntarismo proverbial basado en la improvisación mas descarada se superpone a un trabajo sostenido y honesto. Nuestra heroicidad es por ello mítica y fantasiosa, no histórica.
Cuando nuestra juventud emigra hacia el exterior lo primero que le llama la atención es que ahora sí hay que molerse el lomo en términos racionales y no en la clave mágica del laberinto criollo. Entienden que el éxito personal está irremediablemente unido al social y que los sacrificios en términos de eficiencia son muy elevados y muchos carecen de la vocación para ello.
Acostumbrarse al fracaso representa la auto-negación de nuestras cualidades como nación y pueblo, y trágicamente nos condena a ser considerados países de segunda, aunque eso sí, herederos de una estirpe de héroes gloriosos.